
Ocurre más acá de los obstáculos: el bosque de sombras gruesas y gritos destemplados; la orilla pestilente; la agitación del mar en crestas de espuma gris rompiendo al pie del promontorio aislado. Sobre él se levanta la construcción de piedra empotrada en la roca; los salones que se multiplican en las escenografías que ella concibe, como marco alternado para placeres que resurgen a diferentes instancias de la luz y de su ausencia.
Del alba al mediodía instaura la época: la alfombra de arabescos recubriendo la totalidad del piso; las consolas de patas onduladas sobre las que lucen jarrones japoneses desbordando el rosa de los crisantemos; el peso rojoscuro de las colgaduras que caen de lo alto de las paredes empapeladas; la profusión de espejos donde la rapidez de sus pasos silenciosos apenas refleja la silueta; el dorado a la hoja de la cama de dos plazas y a ambos extremos del respaldo la seguridad de las cadenas que ella ratifica, con un tirón decidido y seco a cada una; por último, varias escalas agudas y graves confirman la exacta del piano de media cola, sobre el que apoya una pequeña bandeja de plata dos copas y una botella de champagne.
No duda de esa altivez que le va naciendo al ajustarse las medias de seda bajo el encaje de las ligas; al deslizar sus pies dentro de los botines de punta fina; al sentir cómo el vestido le va cubriendo el cuerpo, le afirma el torso encorsetado y le dimensiona el andar con la amplitud del miriñaque de larga cola; al recogerse el cabello por encima de la nuca, adornando el peinado con un pequeño airón de plumas del que baja la brevedad del tul -nimbándole una sonrisa que le nace lenta, plácida, de deseo todavía contenido-; al enfundarse el perfume de las manos en los guantes largos; al posar el brillo de un collar de ópalos sobre la combada piel del busto; al echarse encima de los hombros un mantón de Cachemira y al afirmarse en el puño de un parasol cerrado, alejándose momentáneamente de ese salón con el andar erguido.
Camina la llanura embrujada de Medea; pasa por entre las columnas faraónicas de Aida; un resplandor mortecino le denuncia la figura cuando atraviesa la galería de arcos ojivales de Anna Bolena, y varios salones más adelante llega al de piso de bloques rectangulares y cama de troncos entrecruzados que la vio Walkyria.
Violetta se acerca enlenteciendo los pasos, extiende hacia delante el parasol y con la punta presiona varias veces una zona de aquella desnudez que yace cubierta con una piel de oso encadenada y dormida.
Bajo la piel olorosa una pierna se recoge y la otra se estira más; los brazos efectúan movimientos limitados por las muñecas engrilladas; los párpados comienzan a abrirse con dificultad y la mirada, reubicando el entorno, la reconoce Violetta quien le ordena que se incorpore. La desnudez obedece y se apoya contra el tronco horizontal. Violetta baja la mirada a un pequeño sobre de plaquetas, lo abre y saca una llave gracias a la que las muñecas quedan nuevamente liberadas. Una mano enguantada tira con soberbia decisión la piel de oso lejos de la cama y el "Vamos", de suave autoridad, indica que deben caminar tras ella.
La altivez -seguida por los restos del sueño, el aterimiento y un apetito creciente- desanda los pasos de regreso al salón recién instaurado. Dentro, una tina de baño vaporosa anuncia el aseo inmediato; y mientras la desnudez se enjabona, Violetta se levanta el tul y la observa, con una nueva sonrisa que le va borrando la seriedad anterior; erguida sobre la alfombra de arabescos y con las manos enguantadas cruzadas contra la cintura que el corsé afina todavía más. Luego se permite honrarlo siendo afeitado, secado, perfumado y peinado por ella y finalmente le señala le señala las líneas rígidas del sirviente mudo donde aguarda el atuendo que eligió para él.
Siente que el cuerpo se le va entibiando al ponerse la ropa interior, acomodarse la camisa de plastrón y cuello palomita, abotonarse el chaleco -algo amarillento por el tiempo de, quizás, otras fiestas-, constatar que el pantalón le cae perfecto, anudarse los zapatos negros y pasar suavemente las manos por las solapas de la chaqueta.
Violetta se toma de su brazo y lo conduce hasta uno de los espejos verticales frente al que el hombre se refleja de frac impecable. Resta caminar hasta el piano.
El hombre se acoda junto al atril en forma de lira y admira los movimientos de Violetta quitándose los guantes, disponiendo la partitura, tomando asiento en la banqueta y apoyando las manos en el teclado del Erard. Casi inmediatamente arremete con la introducción de "Sempre libera"; luego, su voz de timbre agudo llena la sala y produce leves vibraciones en los cristales de las dos copas de champagne e indica la intervención asordinada del tenor, inclinándole al hombre una expresión de sonrisa amplia y caída de los párpados. La repetición del área ajusta los tiempos, afina la coloratura de Violetta y hace más potentes las intervenciones al principio tímidas del hombre. Ella retoma el canto, pero comienza a metamorfosearlo en jadeo; las manos dejan de ejecutar y se aferran al escote del vestido, que cede a la premura del deseo con rapidez de utilería. Se pone súbitamente de pie, se abalanza contra el hombre y le arranca la chaqueta, la camisa de plastrón y con una vuelta en redondo lo sienta en la banqueta, toma entre sus manos aquel rostro -que todavía tiene una expresión de asombro-, su boca de labios carnosos se frunce levemente exteriorizando el vicio, y el beso prolongado -de lenguas que chocan, de dientes que rechinan- la hace abrirse de piernas y montarse encima de él. El hombre le rodea la ondulación de la espalda entre sus brazos, lame los pezones erizados, palpa y recorre -en crispaciones momentáneas de los dedos- la turgencia de los senos, la hendidura fina del vientre, la firmeza acompasada de las caderas femeninas que va dilatando la abertura, humedeciendo las entrepiernas de donde asciende el perfume íntimo, la esencia casi imaginada que se va concretando en vivencia inmediata cuando el hombre detiene sus manos en las caderas de Violetta y acelera aquel ritmo giratorio, decidido a penetrarla con esa erección que todavía es bulto de bragueta abotonada; búsqueda palpitante del camino abierto hacia la entregada posesión.
Violetta deja descender una mano y atenazando aquella dureza arrastra al hombre hasta la cama, lo tira sobre la colcha, le arranca el pantalón y la ropa interior, se deshace el peinado y deja caer el cabello en cataratas de bucles castañoclaros, se acomoda arrodillada entre las piernas del hombre -que boca arriba busca con poca suerte detener en algún punto del cielo raso la mirada inquieta de su propia excitación- y su boca se abre completamente en una sonrisa voluptuosa que deja asomar los movimientos sinuosos de esa crisálida que comienza a lamer de arriba abajo hasta la succión de los labios, mientras la mano libre acaricia una cadera y sube hasta el torso masculino con suaves presiones de los dedos, en el crescendo de un contrapunto que solo se puede resolver en el minuto extático. Pero Violetta demora el arribo de los finales con un resuelto "Todavía no"; se recuesta boca arriba y entonces es el hombre quien debe retomar aquellos preámbulos que lengua que lame, de labios que succionan, de manos que recorren las regiones empapadas de aquella geografía que en Violetta es continente de agitaciones y jadeos, voz arrastrada que como única estrofa de un cántico profano repite el "¡Así! ¡Eso! ¡Ay! ¡Seguí!". Pero cuando el hombre presiente que las fuerzas ya no le van a responder, alza los ojos por encima de las oscilaciones pelvianas y observa -con creciente intriga y luego temor- cuando Violetta alarga una mano y de debajo de uno de los almohadones forrados en raso -que adornan la cabecera Luis XVI- extrae una pistola Derringer calibre 41, apoya el doble caño en la frente sudorosa de quien permanece arrodillado y le advierte que "Si te detenés ahora ¡te mato!". El hombre afirma las manos alrededor de los muslos de Violetta, con el dedo índice estira una liga y la suelta: ella siente y disfruta aquel chasquido pese al ardor súbito, en tanto el hombre redobla sus malabarismos linguales cambiando la posición de las pantorrillas cada pocos segundos.
Violetta aparta la frialdad de la pistola de bolsillo, la deja caer en la alfombra, respira cada vez más agitada y entrecortadamente y la voz, afinada por el goce último que anuncia el final próximo, le ordena subirse pronto arriba de ella. Las manos de Violetta se amoldan a las curvas de las nalgas masculinas; la dureza erecta resbala en los umbrales de la dilatación y el conocimiento de la profundidad se produce en un movimiento brusco de la fatiga empapada, cuando en un grito postrero el hombre se entrega por completo a ese lago de humedad perfumada donde luego -su cuerpo rendido sobre el de esa Violetta que lo retendrá entre los brazos y las piernas, condenándolo a la perpetuidad de su tersura- flotarán por algunos minutos los restos del deseo satisfecho.
En esa misma cama la desnudez del hombre vuelve a sentir en sus muñecas los grilletes que se cierran.
Violetta se cubre con el mantón de Cachemira, descorcha la botella de champagne, lo escancia en las dos copas, brindan, beben, vuelven a brindar y ella lo alimenta con canapés de caviar hasta la saciedad; hasta que el hombre se empieza a amodorrar.
Se duerme, completamente vencido en su desnudez.
.Unos gritos destemplados le llegan con reverberancia incómoda. Luego siente que le sacuden el cuerpo; que lo golpean. Está de espaldas a esa violencia. Entre abre los ojos y advierte, proyectada en la pared, una sombra bastante gruesa. Se vuelve y lo recibe el rostro de adiposidad congestionada de su esposa. Gira sobre el colchón y cae al suelo, del otro lado de la cama, rasguñándose la frente con el filo de la mesa de luz. Cuando procura ponerse de pie su cabeza levanta y descuelga el retrato de los suegros, evitando que se haga trizas porque lo ataja entre sus manos y lo tira encima de la cama. Luego se acurruca contra la estrechez del espacio que queda entre la mesa de luz y la pared descascarada, se cubre la cama con las manos, cierra los ojos, aprieta los dientes y lo único que le llega son las recriminaciones desaforadas de una esposa a la que pensó que no volvería a ver hasta la semana siguiente.
-¡Desgraciado! ¡No te puedo dejar solo porque vaya una a saber a quién traés para hacer tus porquerías! ¡Me gasté el dedo llamando por teléfono para controlar cómo marchaba todo y siempre daba ocupado! ¡Abro la puerta y me encuentro con que lo descolgaste! ¡Son más de las doce, entro al dormitorio y vos seguís durmiendo! ¡Y las sábanas están manchadas! ¡No fuiste capaz de comprender que mi hermana enviudó hace bien poco y que a la pobre no le queda nadie más que yo! ¡Y que vos! ¡Degenerado! ¡¿Qué te costaba responsabilizarte de la casa por unos días mientras yo le iba a hacer compañía a la pobre Pocha?! ¡Pero no!: ¡toco timbre para que me abras porque vengo cargada con las bolsas del súper y ni pelota! ¡Y encima el tocadiscos ese, que algún día de estos lo voy a tirar por la ventana, girando quién sabe desde qué hora con un disco rayado de esas óperas de mierda que después dejás desparramadas por el piso! ¡Y mirá que te dije hasta el cansancio que mi obsesión es tener el apartamento como una joyita! ¡Me paso las mañanas enteras barriendo y franeleando y cuando vengo me encuentro con todo este desorden que bien sabés la pelusa que junta!... ¡Pero lo que es el colmo es que además te compres una botella de champán, te la traigas al dormitorio y para tus borracheras utilices las copas de mamá que para mí son intocables y que venero como a la imagen del Santísimo! ¡Y tenés el tupé, el descaro, de forzar la puerta del cristalero!... ¡Pero me las vas a pagar! ¡Yo no voy a dejar que me venga un ataque de presión por tu culpa!
La esposa cierra la puerta del dormitorio con llave, se la guarda en uno de los bolsillos del sacón, retaconea hasta el placard y se pone a elegir el cinturón más fino de hebilla más gruesa.
La única puerta cerrada le confirma al hombre su imposibilidad de escapar. Sus ojos desorbitados siguen los movimientos de esa gorda que gira y lo detecta con la mirada ahuevada y enrojecida de ira, y que en una de las manos amorcilladas -de dedos cortos y uñas donde se destaca el esmalte saltado de un rosa eléctrico- sostiene el cinturón que comienza por hacer restallar en el aire y que con un "¡Vení para acá, carajo!" inicia la persecución alrededor de la cama y de un rincón a otro del cuarto. Los cinturonazos van ganando la espalda y las piernas del hombre, quien extenuado trastabilla junto a la piesera y cae de rodillas. Todavía alza los brazos intentando una mínima defensa de su cabeza y como último recurso teatraliza un semidesmayo que lo deja tendido sobre la alfombra plastificada. La furia portentosa suelta el cinturón e hinca su gordura cerca del rostro del hombre, quien con un párpado semiabierto vicha cuando su esposa se quita el telón negro que el sacón -pasadísimo de moda- simula sobre sus carnes. Lo levanta entre las masas de sus brazos y le recuesta la cabeza sobre sus ubres, que la colonia barata vuelve más ominosas. "Hijito mío", empieza a prologar como siempre, "aquí está mamita para cuidarlo de esas mujeres malas. Porque yo sé que hay mujeres que lo visitan cuando no estoy y que son malas. Pero ahora volví y usted sabe que solamente es de mamita." Y confirma sus propósitos de recordarle que sólo es de ella, desprendiéndose el sudor de la blusa negra con jabot ajado bajo la que surge -como una armadura en desuso- el sutién de armazón adquirido en las liquidaciones de alguna fábrica con venta directa al público. La esposa, con dificultad, más que desabrocharse se desengancha aquellos dos paracaídas de tela a la que los años le fueron haciendo perder el color y después logra quitarse la pollera de gabardina negra y brillo opacado por el uso cotidiano, a lo que sigue el desembarazarse de la faja. Llega el momento peor: cuando la esposa, al abrir las piernas para que los despojos del hombre se acomoden mejor entre las adiposidades, le deja ver de reojo lo profundo de ese abismo del que emana una mezcla olorosa en la que es imposible distinguir lo sexual de lo fisiológico, como así tampoco lo vago del vello perdido entre los rollos. Las manazas aguajanosas toman al hombre de los cachetes y pretenden hundirle la expresión de espanto en aquellas grasas. "¡Hacelo! ¡Hacelo, zorrito!", ganguea la esposa boca arriba semejando un lobo marino aparecido muerto en la playa, "¡Hacelo como lo hacés con esas putas cuando yo no estoy!" El hombre cierra con fuerza los ojos, deja asomar tímidamente la lengua y procura olvidarse de los ardores que le producen en todo el cuerpo las heridas entrecruzadas que le dejó el cinturón.
Después de algunos minutos un quejido de la esposa -sordo, comprimido, recatado- le anuncia al hombre el final de la peor parte. Viene entonces el momento en que lo levanta, lo acuesta, le frota la espalda con un algodón impregnado en agua oxigenada, le pone una camiseta de manga larga, se recuesta a su lado, le pasa un brazo pulposo por el pecho y, a pesar de ella, le canta una extemporánea canción de cuna con esa descolocación aterradora.
Por unos instantes el hombre eleva los ojos a la luz de cuarenta voltios que baja de la pantalla de acrílico, unida al cielo raso por dos cables semipelados que de a tramos muestran pedazos de cinta aisladora a punto de despegarse.
Invoca el sueño, el desmayo, la muerte.
.Desde los extremos del piano de cola las luces de los candelabros iluminan a la ejecutante del primer movimiento de la Fantasiestücke opus 12 de Schumann: el cabello, algo más oscuro y ligeramente ondulado, le cae suelto sobre los hombros enmarcando las inclinaciones de una expresión de ojos serenos recorriendo las líneas del pentagrama, las páginas que ella pasa con suavidad, creando bocetos rápidos con los movimientos de esa mano en alto emergiendo de la manga ancha y puño forrado en piel del deshabillé de satén largo que le cae cubriendo la banqueta y rozando el estampado de la alfombra.
Todavía algo dolorido el hombre va abriendo los ojos a ese fraseo melodioso que le fue invadiendo en los últimos minutos del sueño. El efluvio anaranjado que parte de los candelabros le va individualizando las líneas de la cama adoselada; los brillos policromos de los diferentes trajes epocales vistiendo el hieratismo de los maniquíes dispersos por la habitación; las máscaras venecianas que cuelgan a diferentes alturas de las paredes festoneadas, entre bibliotecas de madera terciada repletas de partituras; las siluetas inclinadas contra algunos sillones tapizados en gobelino de un cello, una viola da gamba y un laúd de cuello largo. Lo que le sorprende es que puede moverse con facilidad; sus muñecas no están engrilladas y lleva puesto un piyama de franela. Se incorpora y recuesta contra los varios almohadones con funda de seda que lo rodean.
Ella se vuelve a él y saluda al despertar con una sonrisa, interrumpiendo la fantasía. Se pone de pie y camina hacia la cabecera de la cama llevando entre sus manos un pote de porcelana. Del pote saca una compresa y la aplica en la frente del hombre, mientras él duda de si sigue estando frente a Violetta. Minutos después ella le quita la compresa, la echa dentro del recipiente y se aleja, para regresar con una taza de té humeante que le apoya en la falda, mullida por el edredón blanco. Con una extraña dulzura le aconseja que se lo tome enseguida. Se sienta a su lado y por momentos le pasa una mano por la cabellera, intentando cierta aproximación al antiguo peinado en esos remolinos que creó el dormir.
Una luminosidad indefinida se filtra por los cortinados; hace imposible que el hombre sepa en qué hora viven, se reencuentran. Va a decir algo, pero ella le coloca dos dedos perfumados contra los labios; le retira la taza vacía y la deja sobre la alfombra.
El hombre se reacomoda entre los almohadones, se desliza unos centímetros más bajo las sábanas sedosas y cierra los ojos por algunos segundos. Los suficientes para estar casi seguro de que ella ya no es Violetta y que con el tiempo vendrán otro bautismo, otro porte, otra escenografía; los suficientes para que ella le acaricie una mano, le bese cerca de los labios y le hable en voz baja, en respuesta a los pensamientos de ese hombre que permanece con los ojos cerrados y que, con apenas una mueca de paciencia, recibe aquella preocupación femenina porque "Esto es serio. Vamos a tener que suspender las representaciones por algún tiempo hasta que te repongas por completo; porque volvés a gritar dormido, describís lugares que no existen. pero lo peor es que seguís mencionando a esa gorda que se te aparece de improviso y que te acosa cada vez más".
Del alba al mediodía instaura la época: la alfombra de arabescos recubriendo la totalidad del piso; las consolas de patas onduladas sobre las que lucen jarrones japoneses desbordando el rosa de los crisantemos; el peso rojoscuro de las colgaduras que caen de lo alto de las paredes empapeladas; la profusión de espejos donde la rapidez de sus pasos silenciosos apenas refleja la silueta; el dorado a la hoja de la cama de dos plazas y a ambos extremos del respaldo la seguridad de las cadenas que ella ratifica, con un tirón decidido y seco a cada una; por último, varias escalas agudas y graves confirman la exacta del piano de media cola, sobre el que apoya una pequeña bandeja de plata dos copas y una botella de champagne.
No duda de esa altivez que le va naciendo al ajustarse las medias de seda bajo el encaje de las ligas; al deslizar sus pies dentro de los botines de punta fina; al sentir cómo el vestido le va cubriendo el cuerpo, le afirma el torso encorsetado y le dimensiona el andar con la amplitud del miriñaque de larga cola; al recogerse el cabello por encima de la nuca, adornando el peinado con un pequeño airón de plumas del que baja la brevedad del tul -nimbándole una sonrisa que le nace lenta, plácida, de deseo todavía contenido-; al enfundarse el perfume de las manos en los guantes largos; al posar el brillo de un collar de ópalos sobre la combada piel del busto; al echarse encima de los hombros un mantón de Cachemira y al afirmarse en el puño de un parasol cerrado, alejándose momentáneamente de ese salón con el andar erguido.
Camina la llanura embrujada de Medea; pasa por entre las columnas faraónicas de Aida; un resplandor mortecino le denuncia la figura cuando atraviesa la galería de arcos ojivales de Anna Bolena, y varios salones más adelante llega al de piso de bloques rectangulares y cama de troncos entrecruzados que la vio Walkyria.
Violetta se acerca enlenteciendo los pasos, extiende hacia delante el parasol y con la punta presiona varias veces una zona de aquella desnudez que yace cubierta con una piel de oso encadenada y dormida.
Bajo la piel olorosa una pierna se recoge y la otra se estira más; los brazos efectúan movimientos limitados por las muñecas engrilladas; los párpados comienzan a abrirse con dificultad y la mirada, reubicando el entorno, la reconoce Violetta quien le ordena que se incorpore. La desnudez obedece y se apoya contra el tronco horizontal. Violetta baja la mirada a un pequeño sobre de plaquetas, lo abre y saca una llave gracias a la que las muñecas quedan nuevamente liberadas. Una mano enguantada tira con soberbia decisión la piel de oso lejos de la cama y el "Vamos", de suave autoridad, indica que deben caminar tras ella.
La altivez -seguida por los restos del sueño, el aterimiento y un apetito creciente- desanda los pasos de regreso al salón recién instaurado. Dentro, una tina de baño vaporosa anuncia el aseo inmediato; y mientras la desnudez se enjabona, Violetta se levanta el tul y la observa, con una nueva sonrisa que le va borrando la seriedad anterior; erguida sobre la alfombra de arabescos y con las manos enguantadas cruzadas contra la cintura que el corsé afina todavía más. Luego se permite honrarlo siendo afeitado, secado, perfumado y peinado por ella y finalmente le señala le señala las líneas rígidas del sirviente mudo donde aguarda el atuendo que eligió para él.
Siente que el cuerpo se le va entibiando al ponerse la ropa interior, acomodarse la camisa de plastrón y cuello palomita, abotonarse el chaleco -algo amarillento por el tiempo de, quizás, otras fiestas-, constatar que el pantalón le cae perfecto, anudarse los zapatos negros y pasar suavemente las manos por las solapas de la chaqueta.
Violetta se toma de su brazo y lo conduce hasta uno de los espejos verticales frente al que el hombre se refleja de frac impecable. Resta caminar hasta el piano.
El hombre se acoda junto al atril en forma de lira y admira los movimientos de Violetta quitándose los guantes, disponiendo la partitura, tomando asiento en la banqueta y apoyando las manos en el teclado del Erard. Casi inmediatamente arremete con la introducción de "Sempre libera"; luego, su voz de timbre agudo llena la sala y produce leves vibraciones en los cristales de las dos copas de champagne e indica la intervención asordinada del tenor, inclinándole al hombre una expresión de sonrisa amplia y caída de los párpados. La repetición del área ajusta los tiempos, afina la coloratura de Violetta y hace más potentes las intervenciones al principio tímidas del hombre. Ella retoma el canto, pero comienza a metamorfosearlo en jadeo; las manos dejan de ejecutar y se aferran al escote del vestido, que cede a la premura del deseo con rapidez de utilería. Se pone súbitamente de pie, se abalanza contra el hombre y le arranca la chaqueta, la camisa de plastrón y con una vuelta en redondo lo sienta en la banqueta, toma entre sus manos aquel rostro -que todavía tiene una expresión de asombro-, su boca de labios carnosos se frunce levemente exteriorizando el vicio, y el beso prolongado -de lenguas que chocan, de dientes que rechinan- la hace abrirse de piernas y montarse encima de él. El hombre le rodea la ondulación de la espalda entre sus brazos, lame los pezones erizados, palpa y recorre -en crispaciones momentáneas de los dedos- la turgencia de los senos, la hendidura fina del vientre, la firmeza acompasada de las caderas femeninas que va dilatando la abertura, humedeciendo las entrepiernas de donde asciende el perfume íntimo, la esencia casi imaginada que se va concretando en vivencia inmediata cuando el hombre detiene sus manos en las caderas de Violetta y acelera aquel ritmo giratorio, decidido a penetrarla con esa erección que todavía es bulto de bragueta abotonada; búsqueda palpitante del camino abierto hacia la entregada posesión.
Violetta deja descender una mano y atenazando aquella dureza arrastra al hombre hasta la cama, lo tira sobre la colcha, le arranca el pantalón y la ropa interior, se deshace el peinado y deja caer el cabello en cataratas de bucles castañoclaros, se acomoda arrodillada entre las piernas del hombre -que boca arriba busca con poca suerte detener en algún punto del cielo raso la mirada inquieta de su propia excitación- y su boca se abre completamente en una sonrisa voluptuosa que deja asomar los movimientos sinuosos de esa crisálida que comienza a lamer de arriba abajo hasta la succión de los labios, mientras la mano libre acaricia una cadera y sube hasta el torso masculino con suaves presiones de los dedos, en el crescendo de un contrapunto que solo se puede resolver en el minuto extático. Pero Violetta demora el arribo de los finales con un resuelto "Todavía no"; se recuesta boca arriba y entonces es el hombre quien debe retomar aquellos preámbulos que lengua que lame, de labios que succionan, de manos que recorren las regiones empapadas de aquella geografía que en Violetta es continente de agitaciones y jadeos, voz arrastrada que como única estrofa de un cántico profano repite el "¡Así! ¡Eso! ¡Ay! ¡Seguí!". Pero cuando el hombre presiente que las fuerzas ya no le van a responder, alza los ojos por encima de las oscilaciones pelvianas y observa -con creciente intriga y luego temor- cuando Violetta alarga una mano y de debajo de uno de los almohadones forrados en raso -que adornan la cabecera Luis XVI- extrae una pistola Derringer calibre 41, apoya el doble caño en la frente sudorosa de quien permanece arrodillado y le advierte que "Si te detenés ahora ¡te mato!". El hombre afirma las manos alrededor de los muslos de Violetta, con el dedo índice estira una liga y la suelta: ella siente y disfruta aquel chasquido pese al ardor súbito, en tanto el hombre redobla sus malabarismos linguales cambiando la posición de las pantorrillas cada pocos segundos.
Violetta aparta la frialdad de la pistola de bolsillo, la deja caer en la alfombra, respira cada vez más agitada y entrecortadamente y la voz, afinada por el goce último que anuncia el final próximo, le ordena subirse pronto arriba de ella. Las manos de Violetta se amoldan a las curvas de las nalgas masculinas; la dureza erecta resbala en los umbrales de la dilatación y el conocimiento de la profundidad se produce en un movimiento brusco de la fatiga empapada, cuando en un grito postrero el hombre se entrega por completo a ese lago de humedad perfumada donde luego -su cuerpo rendido sobre el de esa Violetta que lo retendrá entre los brazos y las piernas, condenándolo a la perpetuidad de su tersura- flotarán por algunos minutos los restos del deseo satisfecho.
En esa misma cama la desnudez del hombre vuelve a sentir en sus muñecas los grilletes que se cierran.
Violetta se cubre con el mantón de Cachemira, descorcha la botella de champagne, lo escancia en las dos copas, brindan, beben, vuelven a brindar y ella lo alimenta con canapés de caviar hasta la saciedad; hasta que el hombre se empieza a amodorrar.
Se duerme, completamente vencido en su desnudez.
.Unos gritos destemplados le llegan con reverberancia incómoda. Luego siente que le sacuden el cuerpo; que lo golpean. Está de espaldas a esa violencia. Entre abre los ojos y advierte, proyectada en la pared, una sombra bastante gruesa. Se vuelve y lo recibe el rostro de adiposidad congestionada de su esposa. Gira sobre el colchón y cae al suelo, del otro lado de la cama, rasguñándose la frente con el filo de la mesa de luz. Cuando procura ponerse de pie su cabeza levanta y descuelga el retrato de los suegros, evitando que se haga trizas porque lo ataja entre sus manos y lo tira encima de la cama. Luego se acurruca contra la estrechez del espacio que queda entre la mesa de luz y la pared descascarada, se cubre la cama con las manos, cierra los ojos, aprieta los dientes y lo único que le llega son las recriminaciones desaforadas de una esposa a la que pensó que no volvería a ver hasta la semana siguiente.
-¡Desgraciado! ¡No te puedo dejar solo porque vaya una a saber a quién traés para hacer tus porquerías! ¡Me gasté el dedo llamando por teléfono para controlar cómo marchaba todo y siempre daba ocupado! ¡Abro la puerta y me encuentro con que lo descolgaste! ¡Son más de las doce, entro al dormitorio y vos seguís durmiendo! ¡Y las sábanas están manchadas! ¡No fuiste capaz de comprender que mi hermana enviudó hace bien poco y que a la pobre no le queda nadie más que yo! ¡Y que vos! ¡Degenerado! ¡¿Qué te costaba responsabilizarte de la casa por unos días mientras yo le iba a hacer compañía a la pobre Pocha?! ¡Pero no!: ¡toco timbre para que me abras porque vengo cargada con las bolsas del súper y ni pelota! ¡Y encima el tocadiscos ese, que algún día de estos lo voy a tirar por la ventana, girando quién sabe desde qué hora con un disco rayado de esas óperas de mierda que después dejás desparramadas por el piso! ¡Y mirá que te dije hasta el cansancio que mi obsesión es tener el apartamento como una joyita! ¡Me paso las mañanas enteras barriendo y franeleando y cuando vengo me encuentro con todo este desorden que bien sabés la pelusa que junta!... ¡Pero lo que es el colmo es que además te compres una botella de champán, te la traigas al dormitorio y para tus borracheras utilices las copas de mamá que para mí son intocables y que venero como a la imagen del Santísimo! ¡Y tenés el tupé, el descaro, de forzar la puerta del cristalero!... ¡Pero me las vas a pagar! ¡Yo no voy a dejar que me venga un ataque de presión por tu culpa!
La esposa cierra la puerta del dormitorio con llave, se la guarda en uno de los bolsillos del sacón, retaconea hasta el placard y se pone a elegir el cinturón más fino de hebilla más gruesa.
La única puerta cerrada le confirma al hombre su imposibilidad de escapar. Sus ojos desorbitados siguen los movimientos de esa gorda que gira y lo detecta con la mirada ahuevada y enrojecida de ira, y que en una de las manos amorcilladas -de dedos cortos y uñas donde se destaca el esmalte saltado de un rosa eléctrico- sostiene el cinturón que comienza por hacer restallar en el aire y que con un "¡Vení para acá, carajo!" inicia la persecución alrededor de la cama y de un rincón a otro del cuarto. Los cinturonazos van ganando la espalda y las piernas del hombre, quien extenuado trastabilla junto a la piesera y cae de rodillas. Todavía alza los brazos intentando una mínima defensa de su cabeza y como último recurso teatraliza un semidesmayo que lo deja tendido sobre la alfombra plastificada. La furia portentosa suelta el cinturón e hinca su gordura cerca del rostro del hombre, quien con un párpado semiabierto vicha cuando su esposa se quita el telón negro que el sacón -pasadísimo de moda- simula sobre sus carnes. Lo levanta entre las masas de sus brazos y le recuesta la cabeza sobre sus ubres, que la colonia barata vuelve más ominosas. "Hijito mío", empieza a prologar como siempre, "aquí está mamita para cuidarlo de esas mujeres malas. Porque yo sé que hay mujeres que lo visitan cuando no estoy y que son malas. Pero ahora volví y usted sabe que solamente es de mamita." Y confirma sus propósitos de recordarle que sólo es de ella, desprendiéndose el sudor de la blusa negra con jabot ajado bajo la que surge -como una armadura en desuso- el sutién de armazón adquirido en las liquidaciones de alguna fábrica con venta directa al público. La esposa, con dificultad, más que desabrocharse se desengancha aquellos dos paracaídas de tela a la que los años le fueron haciendo perder el color y después logra quitarse la pollera de gabardina negra y brillo opacado por el uso cotidiano, a lo que sigue el desembarazarse de la faja. Llega el momento peor: cuando la esposa, al abrir las piernas para que los despojos del hombre se acomoden mejor entre las adiposidades, le deja ver de reojo lo profundo de ese abismo del que emana una mezcla olorosa en la que es imposible distinguir lo sexual de lo fisiológico, como así tampoco lo vago del vello perdido entre los rollos. Las manazas aguajanosas toman al hombre de los cachetes y pretenden hundirle la expresión de espanto en aquellas grasas. "¡Hacelo! ¡Hacelo, zorrito!", ganguea la esposa boca arriba semejando un lobo marino aparecido muerto en la playa, "¡Hacelo como lo hacés con esas putas cuando yo no estoy!" El hombre cierra con fuerza los ojos, deja asomar tímidamente la lengua y procura olvidarse de los ardores que le producen en todo el cuerpo las heridas entrecruzadas que le dejó el cinturón.
Después de algunos minutos un quejido de la esposa -sordo, comprimido, recatado- le anuncia al hombre el final de la peor parte. Viene entonces el momento en que lo levanta, lo acuesta, le frota la espalda con un algodón impregnado en agua oxigenada, le pone una camiseta de manga larga, se recuesta a su lado, le pasa un brazo pulposo por el pecho y, a pesar de ella, le canta una extemporánea canción de cuna con esa descolocación aterradora.
Por unos instantes el hombre eleva los ojos a la luz de cuarenta voltios que baja de la pantalla de acrílico, unida al cielo raso por dos cables semipelados que de a tramos muestran pedazos de cinta aisladora a punto de despegarse.
Invoca el sueño, el desmayo, la muerte.
.Desde los extremos del piano de cola las luces de los candelabros iluminan a la ejecutante del primer movimiento de la Fantasiestücke opus 12 de Schumann: el cabello, algo más oscuro y ligeramente ondulado, le cae suelto sobre los hombros enmarcando las inclinaciones de una expresión de ojos serenos recorriendo las líneas del pentagrama, las páginas que ella pasa con suavidad, creando bocetos rápidos con los movimientos de esa mano en alto emergiendo de la manga ancha y puño forrado en piel del deshabillé de satén largo que le cae cubriendo la banqueta y rozando el estampado de la alfombra.
Todavía algo dolorido el hombre va abriendo los ojos a ese fraseo melodioso que le fue invadiendo en los últimos minutos del sueño. El efluvio anaranjado que parte de los candelabros le va individualizando las líneas de la cama adoselada; los brillos policromos de los diferentes trajes epocales vistiendo el hieratismo de los maniquíes dispersos por la habitación; las máscaras venecianas que cuelgan a diferentes alturas de las paredes festoneadas, entre bibliotecas de madera terciada repletas de partituras; las siluetas inclinadas contra algunos sillones tapizados en gobelino de un cello, una viola da gamba y un laúd de cuello largo. Lo que le sorprende es que puede moverse con facilidad; sus muñecas no están engrilladas y lleva puesto un piyama de franela. Se incorpora y recuesta contra los varios almohadones con funda de seda que lo rodean.
Ella se vuelve a él y saluda al despertar con una sonrisa, interrumpiendo la fantasía. Se pone de pie y camina hacia la cabecera de la cama llevando entre sus manos un pote de porcelana. Del pote saca una compresa y la aplica en la frente del hombre, mientras él duda de si sigue estando frente a Violetta. Minutos después ella le quita la compresa, la echa dentro del recipiente y se aleja, para regresar con una taza de té humeante que le apoya en la falda, mullida por el edredón blanco. Con una extraña dulzura le aconseja que se lo tome enseguida. Se sienta a su lado y por momentos le pasa una mano por la cabellera, intentando cierta aproximación al antiguo peinado en esos remolinos que creó el dormir.
Una luminosidad indefinida se filtra por los cortinados; hace imposible que el hombre sepa en qué hora viven, se reencuentran. Va a decir algo, pero ella le coloca dos dedos perfumados contra los labios; le retira la taza vacía y la deja sobre la alfombra.
El hombre se reacomoda entre los almohadones, se desliza unos centímetros más bajo las sábanas sedosas y cierra los ojos por algunos segundos. Los suficientes para estar casi seguro de que ella ya no es Violetta y que con el tiempo vendrán otro bautismo, otro porte, otra escenografía; los suficientes para que ella le acaricie una mano, le bese cerca de los labios y le hable en voz baja, en respuesta a los pensamientos de ese hombre que permanece con los ojos cerrados y que, con apenas una mueca de paciencia, recibe aquella preocupación femenina porque "Esto es serio. Vamos a tener que suspender las representaciones por algún tiempo hasta que te repongas por completo; porque volvés a gritar dormido, describís lugares que no existen. pero lo peor es que seguís mencionando a esa gorda que se te aparece de improviso y que te acosa cada vez más".
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