El suicidio del baterista

Eran los finales del invierno.

La mugre apelotonada de la ciudad al sur giraba a veces, golpeando a veces, la chapa acanalada y ferruginosa de la cortina baja del garaje.

De lo alto de la calle ondulada y de a tramos falta de baldosas, venían bajando como otras veces. Porque llegaba el fin de semana y entre ellos alzaban la cortina, que era como alzar el día sobre la penumbra de los instrumentos y los equipos alquilados para el ensayo previo y fragmentado en tantos, hasta la esperada noche del concierto.

En el bar esquinero quedaban los minutos de las manos frotándose, las bufandas ajustándose en los cuellos delgados, las miradas ansiosas buscando al mozo que trae sobre una mano la ofrenda mañanera de capuchinos y medialunas. Ellos lo preferían así; ceremonia entre todos, con apenas dejar las respectivas camas y recordar que era sábado, soleado y oleante a una cuadra de la rambla y el estuario en el que cargueros y pesqueros quedaban suspendidos de la línea del horizonte, espaciados, inmóviles; lienzo temporal de marina que el trajín del lunes -con su entrada a puerto- iría movilizando hasta borrar completamente; hasta que ellos mismos fueran borrados del recuerdo de las piedras que armaban el cordón de las veredas, o la pared oriental del cementerio, muy cerca de la entresombra del garaje o luminosidad sabatina colándose por algún tragaluz con el recuerdo de la pedrada certera hace muchos años, desde quizás un niño anónimo de los que pedía "una plata pa’l Judas" o simplemente "pa’ la leche" o sencillo con el si "¿Tiene algo?"; y por ahí, si no se tenía era el resentimiento, la puteada, el advenimiento abrupto del odio y por ahí el jurársela para otra vez o "Vas a ver con mi hermano mayor, conchudo de mierda...".

Y el mozo tan remolón como siempre y como siempre tan mozo y sobreviviente galaico del barrio que algo había cambiado, aunque el mozo no lo advirtiera o lo quisiera ocultar, o porque la conversación o los temas o el tema que les ha venido pescando a los que lo ven llegar -ansiosos con el sacrificio al dios del capuchino y la medialuna- habla de que no son de por aquí; que vienen de otros barrios quizás más limpios que éste y que sus presencias son circunstanciales porque buscan una oportunidad de alquiler rebarato, soledad y anonimato para darle al ensayo hasta el día "D".

Todo había marchado sobre ruedas, salvo el baterista que fue suplantado dos veces: la primera por inexperiencia; la segunda por impuntualidad, mientras el mozo ya se alejaba en busca de cuatro paquetes de cigarrillos. "Cuatro cajillas..." piensa el mozo, cuando del tiempo le vienen los ecos de otras voces pidiendo lapasuave para ocho; y en medio minuto aquellos otros se quedaban con la mitad del paquete para el resto del día del ensayo. Al mozo le gustaba el nombre, que al parecer había evolucionado de The White Diamonds a simplemente Los Diamantes Blancos...Y sí: era al parecer el mismo garaje; incluso el mozo, el fin de semana anterior, los vio bajando de una Toyota Hilux con unos artefactos que él jamás había visto. Recordaba -y le había costado habituarse, en el pasado- las guitarras, el bajo y la batería. Pero ahora no sabía bien de qué se trataba: había como una guitarra eléctrica sin clavijero y un cablerío peor que el que sacan a relucir los operarios cuando se ponen a arreglar el alumbrado público o la red de telecomunicaciones. Ahora eran instrumentos muy extraños; formas parecidas a computadoras.

Y ese día, casi a finales del invierno, él se animó a confesárselos a estos otros.

Eso que bajamos el sábado pasado es un sintetizador, le dicen, mirándolo de costado y pitando sin apuros, mientras acaban con un resto de capuchino.

Y la caja más chica, interviene una de las guitarras, es una caja de ritmos. Nos costó un poco de trabajo conseguirla.

Sí, tenemos todo, interrumpe la otra guitarra que también se alterna con el sintetizador, pero nos falta la batería.

-¿No tienen batería? -pregunta el mozo, con el repasador entre las manos.

No, no es eso, sonríe una de las guitarras casi como ultimando un punteo agudo y mantenido, en el silencio de un concierto que todavía es incógnita. Nos falta un baterista. Los que tuvimos curtían una mala onda.

-¿Qué? -frunce el ceño el mozo.

Bueno, aclara la guitarra-sintetizador, quiere decir que cualquiera de esos bateristas era malo y ninguno de ellos duró ni dos fines de semana seguidos. Por eso trajimos la caja de ritmos: suple a la batería. Pero lo mejor es tener un verdadero golpeador; uno como los de antes...Algo me hablaron de Ginger Baker o Mike Shrieve, ¡y ni que hablar de Stewart Copeland!: ¡Police es lo máximo!

-¡Ah! ¡claro! ¡Ahora entiendo! Pero, ¿saben? -se anima el galaico- Aquí cerca vive un baterista y me parece que no está en ningún conjunto. A veces viene de mañana, pide una grappa con limón y se pone a golpear contra el borde de la mesa.

Pero, ¿golpea bien?, sondea el bajo con un tono casi susurrado.

-¡Yo qué sé, hombre! Yo tengo un boniato en la oreja, pero esos golpes secos y muy seguidos contra el mármol realmente me impresionaban -rememora el galaico, cuando ya mira a la entrada del boliche y reconoce en los rostros recién despabilados a una ínfima parte de la clientela habitual que ya se hizo presente en el inicio de la jornada y para seguir hasta que, como en otras oportunidades, después de un bostezo prolongado el cajero anuncie: "Bueno, caballeros, vamos a cerrar...".

¿Usted nos puede averiguar dónde vive ese tipo? resuelve una de las guitarras, y arranca una servilleta pidiéndole prestada al mozo la birome de banda elástica y letrerito horizontal colocado por debajo de la cápsula de plástico, bautizando con el apellido MARTINEZ aquel artículo de escritorio. Aquí está mi nombre y mi teléfono, así no se hace lío con los cuatro. Por favor, le alarga el pedazo de papel, cuando sepa algo llámeme, o muy de mañana o después de la once de la noche.

En ese desayuno de fines de invierno las medialunas se paladearon con otro sabor y los cuatro estuvieron tentados de pedir algunas cervezas para brindar por la noticia. Pero la Fender Telecaster aconsejó no cantar victoria y esperar el llamado del mozo, si es que se encontraba con el baterista.

¡Así que se pone a golpear el borde de la mesa!...

Buena onda, ¿eh?

¿No será un metalero?



Quebrando la monotonía de entre semana el teléfono sonó por la noche y la Fender pareció vibrar en la soledad del dormitorio.

Efectivamente era el mozo.

Y lo había visto el martes de mañana: la llegada al bar, el pedido de la grappa con limón, la versión del mozo cortita y al pie, sin mayores complicaciones lingüísticas, el anotar la dirección que le dio el tipo de los golpes quien especificó que estaba en su casa prácticamente todo el día.

Entonces no tiene problema en que lo vaya a visitar a su casa, aventuró la Telecaster.

-No, me imagino que no, hombre. Vaya mañana que con seguridad él va a estar ahí; y si no está ahí...¡pues estará aquí! ¿no?

Y esa noche parecía que la Telecaster no se desenchufaba, pensando continuamente en el inimaginable baterista. El mozo le había pasado la dirección y el teléfono: por la característica seguro que vivía quizás cerca del boliche o más cerca aun del garaje.

A la mañana primero convocó al resto de los instrumentos poniéndolos al tanto de las próximas variaciones: llamar al baterista e ir ese mismo día a conocerlo. La banda en pleno respondió a ese nuevo ritmo que adoptaba el tema realmente preocupante de los últimos tiempos y toda planificación quedó para el sábado, como siempre alrededor de las diez de la mañana en el boliche de desayuno que se demoraba, cuando el ómnibus lo dejó a pocas cuadras del boliche con gusto a ráfagas de sal y petróleo, intensificadas por los nubarrones que se acumulaban en el vértice Este de mar, punto lejano de la farola y cielo de resplandores que se debilitaban.



La puerta angosta y alta, de madera gastada y restos de barniz, vencida en el peinazo -que dejaba ver un triángulo de oscuridad- y con el umbral de mármol ondulado por las tantas pisadas, se abrió con un ruido chirriante del pasador. Una mujer de delantal y medio cuerpo asomándose -de mano arrugada apoyándose en el larguero- lo recibió seria, con un lento movimiento de la frente hacia adelante en un saludo más de compromiso que de bienvenida.

La Telecaster contó lo de la llamada y la mujer fue abriendo más la puerta, con un "Pase" absolutamente forzado.

Caminó tras la mujer pisando el embaldosado gris de un patio salpicado de la claridad mañanera descendida de una claraboya y donde parecía haberse establecido desde siempre un intenso olor a cocina, a comida de olla; patio que se estrechaba en un corredor abierto a otro patio con escalera de hierro. "El está allí", señaló la mujer al hueco de la ventana del altillo.

Sobre el descanso superior apareció un hombre de pelo largo hasta los hombros y bigotes de puntas curvadas hacia la comisura de los labios. El hombre se quedó mirando eso que se parecía más a un agente secreto o viajero intergaláctico de cabeza al rape, sobretodo cayendo casi hasta el suelo, camisa de franela sin cuello y lentes oscuros que resaltaban sobre la blancura del rostro lampiño.

-Vos llamaste, ¿no?

Sí. Tenemos un problema con la batería.

-Subí -dio la espalda el hombre corpulento, que apenas llevaba un vaquero gastado por los siglos y una camiseta sucia que se le salía por tramos dejando entrever el cinturón de cuero grueso.

Las botas de comando de la Telecaster iban dejando un ruido a hierro que golpeaban a medida que avanzaba un escalón y otro, arrancándole reverberancias a aquella casa que semejaba ser todavía más grande ante la presencia escasa de mobiliario. Como una nota tenuemente sostenida en la región de los agudos casi inaudibles, su pensamiento describió imprevistamente las sinuosidades retóricas de una interrogante: ¿Y este loco? ¿Dónde carajo me metí?...

...Y el tipo -indudablemente mayor que la Telecaster- encendió una lámpara ubicada cerca de una cama-parrilla destendida dejando ver, sobre la cabecera, el afiche de una banda de notoria extracción sesentista y con influencia de los primeros Beatles a juzgar por sus trajes grises y sus botitas negras. Telecaster se quitó los lentes pero siguió sin individualizar a los componentes de aquella banda. El hombre observó la expresión de desconcierto que pretendía disimularse y después elevó su mirada amarillenta al afiche, con seriedad, unción, respeto, mientras la Telecaster seguía allí, como suspendida en un hilo de ignorancia ya que el afiche no tenía ningún nombre; apenas cuatro melenudos de cerquillo llegando casi a los ojos y expresiones de irónica seriedad.

-Los conocés, ¿no? -miró el hombre a la Telecaster, vagamente contrariado.

Bueno...No sé...Me parece...Pero...

-¡Shakers, loco! Shakers...-se indignó el hombre. Después, un recuerdo que nunca estaba lejano le arrancó algo parecido a una sonrisa-. Una vez casi les doy una mano porque Osvaldo estaba medio jodido. Iba a ser para La conferencia secreta del Toto’s bar...Pero no -transformó su sonrisa en una vaga expresión tragicómica-, después no pasó nada.

La Telecaster abrió más los ojos alternando su ignorancia del afiche al hombre de pelo largo y bigotes mejicanos.

Los Shakers...

-¡Lo máximo! -exclamó el hombre, con controlada emoción.

Sí, oí hablar de ellos, pero...

El hombre se agachó entre championes y zapatos que con un manotazo desparramó en el piso de listones sin encerar y sacó un disco. Le mostró la carátula a la Telecaster.

-"Shakers for you"...¡Qué lo parió! -y se quedó en actitud meditativa con la mirada puesta en la carátula. Después se volvió a la Telecaster-. Pero, ¿nunca los escuchaste?

No soy de esa época...

-¿Y, Beatles?

Mirá, yo soy de la generación de The Police y...

-Ah, sí, ya sé. El 14 de julio de 1789 no estuve en Francia, pero sé que hubo un agite grande...-Telecaster fue invadida de súbitas distorsiones de pensamiento. Pero dejá -sonrió el hombre, conciliador-: te entiendo, botija. Bueno -desestimó toda posibilidad de echar a girar el disco que dejó sobre la cama, donde invitó a sentar a la Telecaster arrimándose él una silla de camisas apelotonadas en el asiento-, contá cómo viene la mano.

El asunto no había caminado con los dos primeros bateristas y tenían la posibilidad de tocar en un concierto organizado por un suplemento de rock. El baterista lo conocía, había leído algunas notas y su único comentario fue: "Ah, sí: lo tengo". El asunto seguía con la necesidad de tocar en ese concierto y si al baterista le gustaba la onda seguía -Telecaster no se animó a decir que si al resto de la banda le gustaba el baterista, el tipo seguía-...Y si no, mirá que todo bien.

Quedaron en que el baterista se daba una vuelta por el garaje el sábado de mañana, después de pasar por el boliche de grappa con limón y tal vez un día más soleado y sin infantes pidiendo para el Judas o la leche sin la habitual expresión contestataria, beligerante, en aquellos rostros menudos aunque ya cincelados por el desamparo, el resentimiento y la lucha que iría endureciendo a ese futuro hombre de la calle anticipador de un número de prontuario más.

Se quedó en el altillo mientras la Telecaster bajaba la escalerilla de hierro y luego la mujer, a sus espaldas, la acompañaba hasta la puerta restregándose continuamente las manos en el delantal desteñido.

Antes de cerrar, la mujer miró el rostro blanquísimo y en parte vuelto a estar semioculto tras los lentes negros.

-¿Qué va a hacer?

¿Quién? se extrañó la Telecaster, frente a aquel gesto adusto que apenas dejaba mostrar la mitad del rostro junto a la puerta entornada.

-El Tony...¡Siempre con lo mismo!: esa música en el tocadiscos...¡y la batería! Pero la única entrada que tenemos es la pensión de mi marido. ¡Siempre lo mismo!, pero con esa música no llegó a ningún lado; hasta tuvo que vender esa batería con la que ya me tenía enferma. Ahora se pasa todo el día en el cuarto, dale que te da con esos discos, y sólo baja para comer o prepararse el mate. Y ahora usted...¿Qué le vino a ofrecer? ¿algún trabajo?

-Nada que te importe, vieja -interrumpió Tony, que había venido escuchando la voz de la madre porque le extrañó que ella demorara tanto en volver a cerrar. Tony miró a la Telecaster y le hizo una guiñada cansada- : Hasta el sábado.

Sí, nos vemos alzó un pulgar la Telecaster y oyó de nuevo el ruido opaco del pasador.

Subió las cuadras hasta que un taxi se le cruzó en el camino a Punta Gorda, a su casa, a contar por teléfono los detalles de aquel encuentro. Después que le dio la dirección al taxista se mordió el labio inferior y pronunció por lo bajo que Ese Tony no parece mal loco, pero la casa ¡qué pálida!



Abrió los ojos a ese sábado.

No se despabiló ni estiró los brazos en un bostezo porque sencillamente no había dormido. En cambio, había estado fumando casi sin parar hasta las 3 de la mañana y después encendía un cigarrillo cada hora y media y le quedaba un solo paquete de La Paz "suaves": había que estirarlo porque era una lucha cada vez que le tenía que ir a pedir dinero a la madre para comprar cigarrillos; venía todo el sermón, la cantinela de lo mal que hacía y que "¡A tu padre se lo llevó esa porquería y toda esa caña que se tomaba! ¡Y vos vas por el mismo camino! ¡todavía sos joven y no lo sentís! ¡pero vas a ver dentro de unos pocos años!...¡Pensar que yo creía que cuando llegara a vieja iba a tener nietos! ¡Qué tú, el Tony del que todos hablaban en el barrio cuando eras chico, se iba a ocupar de sus padres y que iba a formar una linda familia!...¡A tu edad los hombres ya tienen casa propia, auto y mantienen a sus seres queridos! ¡¿A vos qué te pasó?! ¡Nunca te faltó nada y tu padre trabajó toda la vida para que pudieras estudiar y ser una persona de bien! ¡Pero no!: vos tenías que ser baterista y creerte que ibas a ser millonario como esos ingleses...¡Pero esas cosas pasan en Inglaterra! ¡Y les pasan a unos pocos! ¡Aquí es diferente! ¿sabés? ¡Aquí hay que trabajar y no rascarse o hacerse el roquero o el rebelde y que otros paguen la olla! ¡Aquí estamos en Uruguay! ¡Esta es la realidad!". Entonces, Tony le recordaba a la madre que lo único que le había pedido era "guita para comprar cigarrillos" y nada más, a lo que la madre chancleteaba hasta el monedero que había dejado por algún lugar, entre la mesa de la cocina, el aparador o encima de la televisión en blanco y negro.

A las 7 y media bajó los pasos procurando no hacer ruido, aunque imaginándose vagamente qué hubiera dicho su madre, sorprendida y sorprendiéndolo madrugador: pantalón vaquero, camisa a cuadros y campera "Lee" comprada -con ayuda de los viejos- en los albores fermentales de los 70; cuando era muy azul y él la dejaba cuidadosamente colgada sobre el respaldo de la silla. Dormía abajo, al lado del cuarto de los padres, y madrugar era una costumbre, como esperar el fin de semana henchido de ilusión y con aquella Ludwig -todo un ejemplo de paciencia, de constancia, de ablandamiento de la en un principio férrea voluntad paterna de no gastar el dinero en ese barullo, hasta ese "Bueno, está bien, esperemos que triunfes" habían conciliado los progenitores, si bien secretamente poco convencidos del éxito que se podía obtener en esta parte del mundo con eso que llamaban "Rock"-: amontonamiento desigual de bombos, platillos, charleston y ton-ton aguardando en la penumbra de la cancel hasta el garaje como antesala ensayera del éxito que los tenía que esperar primero en el concierto organizado por aquellos capuchinos hasta que apareciera una especie de George Martin que era decir EMI o Beco Rotta que era decir Odeón Argentina, que los condujera directamente al estudio de grabación; que para ellos también arribara la inspiración reveladora y después de tanto puntear, arpegiar y golpear tambores y platillos, surgiera otro "Love me do" o "Braking all" que les diera una primera consagración, como Los Beatles, como Los Shakers... Y las ensoñaciones duraban hasta el arribo de la pic-up desvencijada de Néstor. Juntos cargaban la percusión, el motor ronroneaba y seguían viaje por entre las calles de ese barrio al sur, hasta que el conjunto en pleno -Tony, Néstor, Quico y Daniel- marchaba a ganar la tarde preparándose para la actuación de relleno en el Teatro Artigas. Al cabo de dos horas de composiciones, el descanso se traducía en una sesión improvisada que desembocaba en íntimos recuerdos, en reinterpretaciones inevitables que llevaban al tugurio ensayero la presencia de Los Shakers, de The Beatles, o la introducción de redoble frenético apoyado por el bajo y las guitarras de "Speed king" con el que Deep Purple se colocaba casi por encima de Led Zeppelin...Pero Shakers, Delfines, Psiglo y hasta Los Campos de "Isla de Wight": de alguna forma todos ellos habían empezado juntos; todos ellos habían apuntado a la otra orilla donde Hugo, Osvaldo, Caio y Pelín se habían llevado la ilusión y ahora o en aquel tiempo miraban desde la leyenda y por ahí, en esa mirada desde la consagración admiratoria entrara el barrio al sur que había visto crecer, trabajarse el picado de espaldas a la rambla próxima, el liceo a las patadas con la corbata como vincha sudada y los textos salpicados de primeros escarceos románticos superponiendo nombres femeninos enmarcados en corazones de birome azul, hasta el preparatorios que quedó colgado y Tony, Néstor, Quique y Daniel enarbolando Shakers, la música, como único oficio posible por encima de todo y todos, sobreponiéndose a las protestas de la madre -que se restregaba las manos en el delantal recién comprado- y la mirada conciliatoria y hasta esa sonrisa del padre y el "Andá, ensayá y a ver si esa batería y vos sirven para algo".

Algo era lo que se amontonaba en el zaguán: tal vez la sombra, algunas moscas dando vueltas y el frío intensificando el olor a encierro que, dentro de todo, hacía más llevadero aquel olor a comida y a Primus estableciéndose para siempre en los diferentes rincones de la casa.

Junto a la puerta cancel que aún no cerraba, Tony encendió un cigarrillo y pensó por un momento en que le hubiera gustado decirles a Quique, Néstor y Daniel que todo muchachos, miren que parece empezar de nuevo o que nunca se detuvo y que sigue siempre. Allí estaban los botijas de los 90 con las mismas ilusiones y las mismas ganas de hacer música. El que Tony conoció parecía más bien parco, poco informado y por esto mismo bastante orgulloso y le pareció que a la defensiva; pero había que darles una mano y por ahí se quedaba en el grupo: atrás, poco visto, apenas insinuado entre los metales y los parches pero apoyando con toda la polenta, el ritmo y las ganas de marchar adelante. Porque Néstor había dejado la primera hacía tiempo; se fue del barrio cuando se casó con la de siempre y desapareció como nunca. Quique era un misterio imposible de develar, con sus sueños de Australia a cuestas que finalmente se lo llevaron, prometiendo una correspondencia que el tiempo sin noticias convirtió al principio en incógnita, luego desinterés y por último olvido. Daniel, el bajista, bueno tipo aunque siempre había hecho lo mínimo y fue Néstor el que le enseñó las notas, los tonos, hasta que a mediados de los 70, cuando las ilusiones se iban disipando, tuvo que optar entre el Black Diamond adquirido en Praos y el puesto de meritorio en el Banco. Eligió lo segundo, adujo que el rock tarde o temprano pasa cuando ya no se tengan 25 ni 30 años, se cortó el pelo y un día Tony le quiso dar una sorpresa y se le apareció en la Agencia Centro. Daniel lo vio de lejos y bajó la mirada, retornando al conteo del dinero. Tony lo saludó de lejos y ese saludó eslabonaba la vieja época con esa otra de camisa, corbata, pelo corto y precisión en el conteo de los billetes moneda nacional o extranjera. Pero Daniel lo único que le dijo, con apuro e incomodidad, fue que Ahora no te puedo atender. ¡Ahora no puedo!...Ese mismo día Tony volvió a su casa y cuando iba a abrir la puerta se quedó con la llave oscilando en la atmósfera oscurecida de la calle. La puerta se había abierto y antes del Hola habitual y mínimo, la madre lo miró casi a punto de ponerse a llorar: "A tu padre le vino un infarto. Está el médico. Hacéme un favor de ir a hacerle compañía porque en cualquier momento ocurre una desgracia irreparable". Pero la figura de la madre se fue ensombreciendo cuando Tony cerró la puerta de calle y se fue cruzando el asfalto bosteado rumbo al boliche. Se paró en la esquina y miró al Este y luego al Oeste de esa penúltima calle de su infancia, su juventud, su...ahora permanecer unos segundos parado ahí y pensando que ya no había botijas jugando a la pelota o agarrándose las cabezas cuando la guinda se iba rodando al medio de la calle y el camión lechero le pasaba en un finito sobre las dos ruedas delanteras. Por ahí había otros botijas emigrados cada nueva noche de extramuros y prepoteando dinero para un Judas inexistente o la famosa leche y la negativa o el no tener un peso partido por la mitad, seguido de la puteada, el odio y hasta el deseo de venganza que no se borraba de la férrea voluntad callejera del marginal de turno allegándose de a grupos aislados hasta el sur de la ciudad y haciendo del barrio negriblanco una suerte de casi tierra de nadie.



A las 9 la banda demostró puntualidad; Tony, que se había tomado tres grappas con limón en la mesa de mármol donde había dejado los palillos.

Telecaster y Stratocaster, Yamaha-Sumpling y el bajo Fender se le pararon alrededor, tras los cuatro pares de lentes oscuros que observaban la mirada amarillenta, las bolsas bajo las pocas pestañas, el bigote del que colgaba una gota de grappa con limón y donde los años habían ido afirmando los trazos ocres de muchos La Paz "suaves"...

Buen día, Tony. Aquí está el resto de la banda ¿Todo listo?, le sonrió Telecaster.

-¿No se quieren tomar una? -titubeó el baterista.

No, ahora no; más tarde tal vez sí intervino Yamaha, poniendo una bota sobre la silla que Tony tenía a un costado. Los días corren y tenemos que meterle.

-Sí, claro. La música...-miró Tony al vacío y luego de refilón a las cuatro siluetas oscuras que permanecían de pie, rodeándolo...

El lugar era bastante amplio y lo habían conseguido por poco precio. Tony asintió mirando a todos los rincones y fijando luego los ojos vidriosos en aquella batería que él había visto pocas veces -semejante a los vericuetos de una estación espacial de película de anticipación- en alguna revista que de vez en cuando le caía en las manos.

El bajo Fender señaló los hexaedros negros, el retontón, los platillos que parecían de platino; luego, en conjunto, aquella transparencia acústico-percutiva que tenía muy poco que ver con la vieja, querida y más que reconocida en cualquier parte Ludwig, convertida en paradigma de las baterías gracias a los cuatro genios de Liverpool.

¿Una Ludwig? insinuó Stratocaster, preparando el único micrófono.

-Sí. Ludwig. Beatles.

¡Los Beatles! ¡No sabía que era una Ludwig! reconoció el bajo Fender.

Cuando todo estuvo preparado para entrarle a la primera composición, Telecaster le indicó a Tony el tipo de ritmo que quería.

-Empiecen. Empiecen que yo engancho. Ah, a propósito: ¿cómo se llama el grupo? -se dirigió Tony al resto de los instrumentos, mientras se acomodaba en la banqueta y probaba el redoblante, entusiasmándose de volver a tocar parches. Después probaba los hexaedros electrónicos y el retontón.

"RX92Z", habló Stratocaster.

-¿Y qué quiere decir? -se extrañaba Tony.

No quiere decir nada. Un poco la filosofía de la banda y de todo el mundo: ya no se puede decir nada o hay que rever todo en este país de mierda. Que entiendan los que tengan las pelotas para tomarse el tiempo de entender y si es que hay necesariamente que entender algo, afinaba los conceptos el bajo Fender.

No, pero hay algo más que eso, intervenía Telecaster, probando el sumpling. R, X, y Z son las iniciales de tres chicas que conocimos y 92 es...

-¡Ya sé! -aventuró Tony-: ¡el año en que se formaron!

...¡Ni ahí!...Es el resultado de descomponer 11 en dos dígitos...

-¿Y por qué 11 y no 35 ó 64 ó 16? -preguntó Tony.

Bueno, ¿ves?, ahí sí tenemos un problema: no sabemos de dónde sale pero sí sabemos que es un número que significa mucho, intervino Stratocaster.

-¡Un cuadro de fútbol! -rió Tony, desde aquella distancia marcada entre la batería y el resto de los instrumentos.

¡Cierto! ¡Ahí está! ¡La selección! intervino el bajo Fender, lanzando notas de incógnito como ese aspecto suyo tras los lentes negros. Después buscaba el apoyo de los demás: ¡Buena onda la de este Tony! ¡Buena cabeza!

A lo largo de cuatro horas y una composición que estaba encontrando su forma casi definitiva, Tony había estado notando una ausencia y le transmitió la inquietud a Telecaster.

-¿Qué pasa que no hay coros?

No nos preocupa.

-¡Pero tienen que meter coros! ¡si no, se hace muy monótono!

Stratocaster se hizo escuchar de manera solitaria y su intervención estaba dirigida a Tony.

Pero...¿vos te animarías a hacer coros?

-Yo nunca hice coros; en mi grupo los hacían mis amigos. Pero -reflexionó Tony casi de inmediato-, ¡ustedes son cuatro y sólo canta uno!

Mirá que así viene bien, intentó despreocuparlo el bajo Fender con su impronta grave y acompasada. A todo esto, ¿qué te parece el sonido?

-Estos chiches nuevos son lindos, sí. Creo que tienen que meterle más a los arreglos y que el bajo haga una base rítmica más prolongada y variada...digo, ¿no? -Y Tony agregaba-: ¿Yo qué les parezco?

Contigo todo bien, buena onda y tus redobles son recopantes; sos mil veces mejor que los otros dos anteriores, pero igual nos vamos a tener que acostumbrar a tu sonido...Pero, atendé Tony: por los coros no te preocupes porque a la gente le gusta así.

-¡¿A qué gente, hermano?!

Al público, Tony, intervino Telecaster. El público no está ni ahí en materia de coros o se da

cuenta de que todo suena mejor al oído recién cuando se persiguen y se encuentran las excelencias sobre todo en un CD. Pero con los grupos nacionales es diferente; aquí todo es diferente porque nosotros, no vos, nosotros tenemos el estigma, los doce años de dictadura; somos ignorantes y el público es ignorante; los milicos programaron a nuestros padres para que tuvieran hijos idiotas y los políticos ahora, o desde que empezaron a joder de nuevo con la supuesta democracia, rubricaron esa programación o desprogramación. Pero nada de rebelión punk y mucho menos Woodstock con la paz, la música y el amor hippies. A nosotros nos ataron de pies y manos de una forma muy sutil: haciéndonos nacer el desinterés por todo; y tu generación, Tony, hace tiempo que dejó de contar y allí tenés a muchos de tu época dedicándose a cantar boleros o integrando sonoras que tocan en quince bailes los sábados de noche, cuando no largaron toda la música y se convirtieron en ejemplares padres de familia y honestos funcionarios que incluso descuidaron lo que le podrían haber dejado en materia de música a las generaciones venideras y así se perdieron cintas de grabación y a nadie le importó un carajo y después sí te joden con el rock de los 70...Pero no sé para qué toda esta musiquita; hay que hacérsela fácil y listo, finalizó Telecaster efectuando una nota aguda y prolongada que el sumpler multiplicó con efecto de catarata.

Tony pensó que en su época las cosas no eran mejores y en todo caso podían llegar a ser peores. Estos pendejos tenían equipazos cuando en cambio él, Quique y Néstor terminaron ayudando a Daniel para que se comprara el ansiado Black Diamond y el cagón terminó largando todo por el puesto de meritorio en el Banco. Y entre pensamientos, dudas, desconciertos y comparaciones elaboradas tras el arsenal de la batería, cuando la percusión se silenciaba y ellos estaban cada vez más conformes con él y él cada vez menos entusiasmado con lo que consideraba que era una absoluta y poco justificada pobreza vocal, pasaron los fines de semana hasta el previo a la tarde del concierto.

El viernes por la mañana Telecaster llamó a Stratocaster y le planteó el asunto que lo había venido inquietando a lo largo de esa última semana.

Mirá, este tipo le pega como los dioses y con él nos vamos para arriba.

¡Me sirve! ¡Me sirve! coincidía Stratocaster, siempre empática ante todo con la esencia de la banda que Telecaster y ella encarnaban tan bien así como, lo pensaba siempre Stratocaster, Jagger-Richards eran el alma de los Stones.

El asunto es que va a tener que cambiar el look. Es un veterano, casi cuarenta, pero tiene todo el pelo así que si se lo corta y no se trabaja más esa onda mejicana en los bigotes puede quedar a lo Freddy Mercury y estamos puestos. Es más, me inclino por la idea de que se los saque . ¿A vos qué te parece?

¡Me sirve! ¡Me sirve!

Alguien va a tener que decírselo; pero antes le hinchamos bien el ego, además de que el pinta se lo merece. ¡Toca de puta madre!

¡Me sirve! ¡Me sirve!

Entonces el sábado que viene, después del ensayo, lo encaro yo y listo. Vos andate temprano al boliche y aguantalo ahí; pero trabajate una onda de elogios hasta que yo llegue. A lo largo del ensayo le vamos tirando con frases como "Che, ¿qué tal te suena un sobretodo?" o "Mirá que no hay coros, pero la gilada se fija mucho en todos los integrantes y las lobas se recopan con el baterista" y cosas por el estilo. Como el concierto es el otro fin de semana, el que viene también le damos el domingo y ese mismo día le caemos, en una tranqui, con que cambie el aspecto; que se rape y se saque esos bigotes y listo. Para el concierto ¡matamos!

¡Me sirve! ¡Me sirve!...



Y Telecaster describió unos agudos de vertiginoso punteado a lo largo de la pendiente al sur, deteniéndose abruptamente en el boliche de tres siluetas negras que dialogaban con el mozo, mientras en el extremo de la siempre mesa de mármol y la siempre grappa con limón, mirando la perpendicular de rambla y estuario poco oleante, Tony fumaba y tomaba de espaldas a los restos de lo que había sucedido una hora atrás. El galaico hablaba algo nervioso, mirando a veces al de la caja y repitiendo el hecho, agregando detalles tal vez inventados por el nerviosismo enriquecedor de los acontecimientos que sacuden por lo poco frecuentes o impensables, aunque debieran tomarse como lógicas variantes de lo que venían siendo los inusitados cambios en la ciudad. Porque dos chiquilines de esos que piden por la calle se metieron en el bar y uno de ellos amenazó con un cuchillo al cajero, pero el galaico fue más rápido y el coraje que aflora en el surco sudoroso de la frente lo llevó a agarrar una silla y enfrentar al pardito, quien se asustó y salió de raje. Hicieron la denuncia, pero ¿a quién perseguir? o ¿a quién auxiliar? Imposible que se quedara un milico de la 2da. en la puerta; encima, por cómo están las cosas uno agarra a cualquiera de esos botijas, le da una paliza y termina siendo el denunciado por los familiares del gurí.

El mozo salió a la vereda y miró a los dos extremos de la calle y a las cuatro esquinas, corroborando ausencias.

-¡Antes no se veían tanto! ¡Antes no se veían tanto! -meneaba la cabeza el mozo-. Además, Tony, creo que no son de por aquí, ¿no?

-Yo nunca los había visto -negaba el baterista, acabando la grappa y alzando el vaso a la espera de la siguiente medida.

Los cuatro se sentaron junto a la mesa y Telecaster palmeó la espalda de Tony.

Se acerca el día...¿Muchos nervios?

-Me la banco, no se preocupen -sonrió el ex baterista de Los Diamantes Blancos, encendiendo otro cigarrillo.

Telecaster recordó la conversación telefónica con Stratocaster; supuso que ésta no le habría insinuado nada a Tony acerca de modificar el aspecto y decidió variar todo lo planeado. Por primera vez en su vida se animó a una grappa con limón en vez de la clásica cerveza.

Mirá, Tony: estuve pensando algo y no quiero que me malinterpretes...

-No funciono en el grupo...-supuso Tony, tajante.

¡No, nada que ver! ¡Al contrario!, ¡contigo todo bien! Tenés un ritmo increíble y todos queremos que te conviertas en otro integrante de RX92Z. Me parece...Mirá, hasta me parece que en nuestro caso hay mucho que aprender de vos.

-Entiendo. ¿Y? -se mantenía impertérrito Tony, no sensibilizado por las dudosas galanterías ni llevado por las fáciles cortesías.

La cosa es que, bueno, tendrías que ponerte más acorde a estos tiempos. Mirá que todos te respetamos. Uniformados seguimos todos: antes con los trajes grises estilo "earlies" Beatles o Shakers y hoy con esta onda post-punk, más tirando a "Blade Runner" o al look de The Mission, ¿captás?

-Te entendí la esencia de lo que me decís; "Blade..." no sé cuánto no me quedó y The Mission...

Ah, no te preocupes: se trata de una película y de una banda que hoy casi desapareció pero que dejó su impronta en materia musical y de vestimenta.

-El tema es que RX92Z quiere que me cambie la pinta...

Eso. Y por un momento Telecaster se detuvo abruptamente. Luego desgranó algunos breves agudos: Y no lo tomes a mal.

-Pinta nueva en un grupo que no tiene coros -pensó Tony en voz alta.

Mirá Tony: ya sabés que si no te gusta la onda, todo bien.

Ese día ensayaron como nunca y en un momento determinado las violas y el bajo se volvieron -cruzando punteos y acordes- al ritmo que Tony les imprimía a los pads, el retontón, al tontón de pie y a los platillos que, bajo la impronta de los palos, resonaban con una nitidez única entrando de nuevo todo el peso de las violas y el bajo para retomar la línea melódica con siluetas negras que iban y venían sobre el piso de material y bajo el claror que se colaba por entre los tragaluces de vidrios rotos en aquella calle al sur: penúltima paralela a la rambla de rabonas, picadas y primeros amoríos con blusa que los dedos temblorosos desprendían en los primeros tres botones nacarados, bajo el pullover azul de escote en "V"...Ellos no sabían que cuando Tony se guardaba en el bolsillo aquella aparatosidad, en cambio estaba sacando a relucir a la atmósfera semioscura del garaje los rostros de Quico, Néstor y Daniel que se volvían a la Ludwig pidiendo más redoble, más golpe, más fuerza en aquel arsenal esencial que no necesitaba de nada enchufado a nada, ya que si había una fuerza era la que emanaba de la implacable sincronización de los brazos de Tony. Y a RX92Z le gustaba esa onda y se volvía a él admirado, impresionado de descubrir en qué radicaba la verdad de encontrarse frente a un verdadero baterista y la banda asentía -con nervioso compromiso de apoyar la percusión-, entusiasmada de constatar que había encontrado a el músico con la experiencia.

-Bueno, sí, me gusta esta onda y me alegro de que a ustedes les guste lo que hago.

¡Claro, loco! ¡Claro que nos gusta! intervino decidido el bajo Fender.

Faltaba lo otro.



Ultimo sábado por la mañana.

Tony, bar adentro, apuraba una grappa con limón acodado a la mesa de mármol de siempre, apretando el cigarrillo negro entre dos dedos y mirando al fin del Sur vuelto línea de horizonte armada con mar y cielo sobre la que un petrolero esperaba la orden para entrar a la bahía.

El mozo no sabía cómo hablarle pero aventuró el acercamiento, temeroso, diciéndole que cualquier cosa que quisiera que pidiera nomás.

Tony lo miró con la estima de siempre y un Dame otra, gallego que quiso sonar conocido, de hablar emanado del mismo barrio, la misma historia plagada de pasados y presentes cotidianos y con futuros tan inciertos como los que les esperan a los del barrio al Sur.

El galaico se acercó a él procurando ocultar el hecho de que lo hiciera con leve recato, como si se tratara de un cliente nuevo. Lo observó de arriba a abajo, hasta que Tony le dijo que esa noche era el famoso concierto mientras el galaico se animaba, acercándose y sentándose en la silla ubicada junto a la de Tony.

-¡Qué cambio! ¿eh?

¿Viste? Ahora soy un punk, ¿no?

-¿Un qué?...¡Ah, hombre, no me vengas con eso! Pero, ¿cuándo tenés que tocar con esos muchachos?

Hoy de noche, gallego; hoy de noche...Por eso me pienso quedar aquí hasta la hora o hasta que aguante. ¿Sabés?...

Y el gallego no sabía que Tony andaba a medio camino entre los nervios por el concierto y el desconcierto ante esta nueva realidad. Porque se había levantado a las 6 y media y en calzoncillos buscó un espejo; después se demoró en la elección entre la camiseta negra o la camisa roja resaltándole bajo el sobretodo que había pertenecido al padre, metido en las botas de comando que se animó a comprarle a un milico de la Comisaría de Menores. La plata para el peluquero se la pidió a la madre anunciándole que al fin había conseguido un empleo "...pero, ¿sabés?, esos patrones son bastante formales y quieren que uno vaya impecable..." y la madre, como renaciendo en su delantal desteñido metió una mano arrugada en uno de los bolsillos deshilachados y extrajo el billete con el que el Tony pudiera cortarse el pelo, alegrándose casi hasta una lágrima y besándole los cachetes con un "Nene, espero que esta vez sí sea en serio. ¡Qué contento estaría tu padre! ¡Tomá, tomá la plata y andá bien prolijo a trabajar y que no tengan nada malo que decir de ti!".

-¿Sabés, Tony? -abordó sinceramientos el mozo-. Yo a vos te recuerdo de la época que venías con aquellos desorejados, aquellos muchachos. Vos hablabas poco pero estabas contento. Parecía, bueno, parecía que los demás llevaban la voz cantante, pero tú...

Yo qué...

-Tú parecías el...el más serio de todos. Tenías el pelo más largo que los otros, pero parecías el más sincero de todos. ¡Yo no entiendo nada de música!, pero tú hiciste que hasta me llegara a gustar alguna de esas canciones de rock cuando te ponías a golpear la mesa de mármol con esos palitos y cantabas la letra en inglés.

Tony trataba de recordar de qué canción se trataría, y en inglés, cuando el mozo miró por el ventanal que proyectaba la calle, esa calle que siempre se había caracterizado por su inalterable y mónotona tranquilidad, sólo quebrada por la presencia de aquel pardito ahora acompañado de dos más que venían blandiendo sendos palos entre sus manos, los tres bajando por la cuadra y llegados desde extramuros. El galaico observó que el pardito no llevaba nada, pero le aconsejó a Tony que se fuera. Tony también los había visto venir y metió las manos en los bolsillos del sobretodo, cerrando los puños.

La sincronización no estuvo del lado de Tony cuando los tres infantos irrumpieron en el boliche. La misma amenaza para el mozo y el cajero y ahora también Tony, de desparpajo en el hablar, de puño cerrado alrededor de un mango de cuero, de hoja brillando amenazante que el pardito hacía girar de izquierda a derecha de su mano sin embargo pequeña y de dedos y uñas sucios.

-¡La guita o te marco, hijo de puta! ¡La guita de la caja de mierda!

Uno de los que lo acompañaban se arrimó, como nunca antes, y se trepó a la barra rompiendo una botella de grappa con limón. Las puntas de los vidrios enfrentaron al gallego quien, por un momento, miró de reojo a Tony. El baterista era ojos dirigidos a la rambla próxima, de mar y recuerdo de cuando jugaba a la pelota en el picadito infaltable sobre la porción de pasto cercano al pedregullo y éste al asfalto de la calle en los alrededores de esa carpa de circo ruso -o brasilero o rumano- que cada tanto se alzaba de frente al mar y tapando la casa desde donde su madre tarde o temprano le gritaba que la comida estaba pronta.

El pardito se acercó a él algo temeroso, con el cuchillo sostenido por aquella mano de dedos grasientos de tantas pizzas arrancadas a la caridad. No estaban ni Néstor, ni Quico ni mucho menos Daniel para socorrer al baterista.

Tony se puso de pie y el pardito algo se amilanó frente al cuerpo corpulento, la cabeza rapada, la cara afeitada y sin bigotes y los lentes negros, que hacían aún más impresionable la presencia del definitivo baterista de RX92Z. Le habló al pardito, Telecaster diría que "trabajándose un tranquilo".

Che, botija, ¿qué hacés con ese cuchillo? ¿Sabés? Yo soy un punk; un punk estúpido que ahora va a ir a tocar la batería y piensa matar, como ayer. Pero te miento, guacho. Estas ropas, esta cabeza rapada, no soy yo...

...Y Tony alzó los brazos y gritó su nombre, el de Quico, el de Daniel y el de Néstor y por último el del conjunto que habían formado los cuatro; pero el pardito se asustaba y sentía un desprecio tremendo por la vida de Tony. El baterista, entonces, volvió a gesticular con los brazos seguidos por la mirada atenta del pardito; sonrió conciliatorio consigo mismo y con ese malestar que le había venido quitando el sueño. Tony se bebió "casi de un saque", diría Stratocaster, el contenido de ese vaso de grappa con limón y seguía sonriendo y constatando -ahora con los párpados aguzados y el movimiento oscilante por el alcohol que venía acumulando- que la porción de pasto junto a la rambla estaba ahí nomás, al final de la calle por donde los chiquilines habían venido bajando con aquellos palos...para marcar los arcos, cerca de la carpa de circo que había regresado desde Transilvania para alegrar al barrio al Sur; y Tony les recordó que tenía sus propios palillos para marcar su arco y así recuperar el picado después de tanto hartazgo y soledad en el altillo y cintas de grabaciones que se habían perdido para siempre y Quico, Daniel y Néstor que ya casi parecían un sueño lejano, una construcción de la imaginación, de esa mente caotizándose lentamente por el líquido blanco que se le había venido acumulando mientras con un movimiento pesado sacaba a relucir los palos y los miraba a los tres y les mostraba aquellos palos de batería, agitándolos en el aire mientras su cuerpo seguía oscilante los vaivenes de esas visiones que se le habían instalado en la soledad, por lo que cerrando brevemente los ojos y desde el lugar donde marcaría su arco vio de lejos a aquellos tipos rubios y algo toscos que colocaban vigas y parantes, extendían cuerdas y comenzaban a alzar aquella tela inmensa y rayada, rodeada de banderas y con leones y tigres pintados, bajo la que se celebraría aquella fantasía llegada de la Transilvania montañosa o de alguna zona de Brasil que bien podía recordar la Transilvania montañosa con la que una compañía de Rio Grande se hacía pasar por un circo de larga tradición nacida entre Hungría y Rumania y donde la sola mención al brumoso Este de Europa ya de por sí hacía más atrayente la presencia del circo.

Tony les gritó que empezaran de una vez, porque él estaba así vestido pero sin embargo era el baterista que vivía a pocas cuadras; que muchas veces había trabajado picados de perfil a la rambla de donde le llegaba ahora una ráfaga de aire marino y carente de aquel olor a petróleo. Los niños hablaban entre sí y uno mencionó la vida. Tony sonrió y con la misma mano que había alzado el vaso de una grappa con limón ahora ausente, se dispuso a buscar dentro de los bolsillos internos de aquel sobretodo que había sido del padre algo vinculado a la vida, pero que no se pareciera al fracaso o la soledad. Sin embargo, el movimiento de esa mano hizo que los dos niños se echaran atrás y que uno de ellos, el pardito, irguiéndose en medio de esa porción de pasado verdoso y con telas rayadas alzándose en la anticipación de un circo en el que quizás Tony pudiera tener su número de clown, sacó a relucir la pelota que ellos habían traído, tal vez robada en extramuros, la sostuvo nada vacilante entre sus manos mugrientas y dio el único puntapié frente a la mirada y el balbuceo de un Tony que no alcanzó a decirles que estaban haciendo trampa; que él aún no armaba el arco.

El golpe le dio en el pecho, mientras los palillos de la batería caían a los costados y el clown se iba de espaldas contra otra mesa de mármol, cayendo sobre una silla y de ahí rodando hasta el suelo.

Mientras los parditos salían a la corrida trepando la calle de mugre arremolinada, de boliche esquinero por cuyas ventanas se colaba una ráfaga de estuario sin gusto a petróleo, una mano de Tony se deslizó pesada sobre el embaldosado mugriento y alcanzó a juntar los palillos, aferrándose a ellos con la fuerza de esa sonrisa que, cuando el gallego se arrodilló junto a él, había quedado casi petrificada en el rostro que, aunque sin bigotes, no cabía dudas era el del viejo baterista. Así lo reconocieron los músicos y gente del barrio cuando se allegaron al boliche y lo rodeaban mientras alguien ya había llamado a la Policía, a la ambulancia, a la madre. El todavía tuvo tiempo de abrir los ojos para verla allí, con el delantal flamante, flanqueada por aquellos músicos que él, desde el embaldosado, quería reconocer como Quico, Daniel y Néstor. Se alegró de verlos allí, tan jóvenes como siempre y con tantas ganas de hacer música, mientras él permanecía en el campito en compañía de esos chiquilines que se merodeaban las inmediaciones del circo y por ahí encontraban a uno de sus personajes más extraños, queridos y populares al que se acercaban con algo de timidez, entre serios y sonrientes, y la criatura les anunciaba, desde su solitaria y fantástica ridiculez, que precisamente ese día, esa noche, no habría función y que, por favor, supieran perdonarlo.
Guillermo Lopetegui
Crepúsculo de los cautivos
Montevideo, 1997

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