Fryderyk Chopin: el enigma resuelto en música.


1810-Bicentenario de un compositor atemporal-2010

Para aquella a quien el
recuerdo de su Serbia natal y distante,
no hizo más que reafirmar su sensibilidad
e idiosincrasia eslavas: Gordana Prelic

Creador del piano moderno; habiendo vivido en pleno romanticismo, pero desde una estética fiel al clasicismo de Bach; con los últimos 20 años de su vida –como hombre y compositor- transcurridos en Francia –más precisamente en París: laboratorio cultural de Europa y ciudad en crecimiento adonde confluía el talento y el genio artísticos llegados de todas partes del mundo, haciendo de la Ville lumiére el mundo habitable por excelencia para quien se preciara de creador-, pero con tías paternas en Lorena a las que nunca visitó, preocupándose en cambio –en cada nueva composición; en esas reuniones selectas donde deleitaba con sus dedos en el teclado el espíritu y la sensibilidad nostálgicos de sus compatriotas exiliados- por la situación de su tan amada, añorada y conflictiva patria –dominada por el imperialismo ruso- que tres veces en la Historia desapareció del mapa geopolítico europeo: Polonia.

Sin embargo, Fryderyk Chopin (1810-1849) fue, es y será un enigma, aunque un enigma que felizmente se resuelve en música; en su música; en esas composiciones agrupadas bajo diversos géneros ya en boga en el siglo XVIII y comienzos del XIX –nocturno, preludio, balada…- pero que tanto en la forma y el fondo, bajo su genio creador reformuló el género en sí y superó ampliamente los ejemplos precedentes –que venían de compatriotas suyos como el conde Oginski o el virtuoso violinista Karol Lipinski, y de personalidades de reconocido prestigio en el mundo entero, como Carl María von Weber- , con piezas imbuidas de esa original y tan particular manera de componer, que en gran medida tiene sus orígenes en la atención que prestaba el pequeño Fryderyk a esas ejecuciones de temas populares que -mirando por una ventana abierta al interior de una choza o bien cuando con sus amigos visitaba una posada o en el recodo de un camino de su Polonia sufriente e incansablemente evocada luego, cuando el músico ya se encontraba residiendo en París- escuchaba extasiado emanadas de aquellos músicos anónimos, muchos de ellos trabajadores en la campiña quienes celebraban el final de la cosecha, o las trenzas de una muchacha hermosa al caer la noche, tocando, cantando y bailando aquellos ritmos que remiten a diferentes danzas populares, como la mazur, el oberek y la kujawiak, que en principio se sintetizaron en la mazurka –danza originaria de la región polaca de Mazuria- que acabó con el prestigio de que gozaba otra danza anterior: la krakoviak. Todos estos, ritmos que remitían a una Tradición frente a la que el éxtasis de un niño ya tocado por el genio irá plantando esa semilla indefectiblemente germinada en un notable conjunto de obras que singularizarán para siempre su paso musical por el mundo romántico que le tocó vivir –y enriqueciendo todavía más el llamado “estilo de los años 30” desarrollado en épocas de Luis Felipe: soberano francés amante de las Artes- aunque situándolo más allá de las búsquedas de sus contemporáneos y haciendo de Fryderyk Chopin un músico que –gracias a ese recuerdo del folclore de su país, reprocesado en sus brillantes composiciones, la mayor parte de ellas para ese piano al que le multiplicó sus posibilidades sonoras a partir de un virtuosismo en la ejecución, proporcional al genio puesto de manifiesto en el corpus de sus composiciones- trascenderá su época y posibilitará el desarrollo del piano moderno, haciendo de dicho instrumento, gracias a su música, una “verdadera fiesta” al decir de Artur Rubinstein -tal vez el más grande intérprete de su ilustre compatriota-, aunque haciendo de Frydeyk Chopin un genio enigmático que a partir de su tan singular música sigue encantando, fascinando, subyugando y removiendo con su variada gama de sonidos lo más recóndito y a veces casi ignorado o poco comprendido del ser humano, aunque para echar nueva luz en nuestra propia oscuridad, haciendo de nuestra vida la celebración más grande que solo puede ser acompañada con su música, si muchas veces no es consecuencia de la misma.

Variaciones sobre el enigma

Su público surgió en las primeras dos décadas del siglo XIX y conforme fue transcurriendo el tiempo, con la afirmación de la fama del compositor y la comprensión cada vez mayor de su tan particular modo de crear música, dicho público acabó erigiéndose en esa no menos rica Tradición de todos aquellos oyentes que, a través de por el momento dos siglos, han visto enriquecer sus vidas cotidianas luego de la audición fascinante de una o varias piezas de este polaco, hijo de un maestro francés emigrado y de una natural del país con lejanos antecedentes nobiliarios, que fue un aristócrata del espíritu sin serlo de la sangre, ennobleciendo con su genio las sonoridades de ese instrumento, el piano, que quizás fue a lo único que el hombre y el artista se entregaron por entero para únicamente desde el teclado develar su propio enigma.


Ese enigma nace en Zelazowa-Wola el 1º de marzo (aunque algunos exégetas se inclinan por el 22 de febrero) de 1810 –el mismo año que en Alemania nace su futuro admirador y colega no menos ilustre: Robert Schumann- y los primeros 19 años de vida transcurridos en su patria marcarán para siempre al hombre y depositarán en el músico los elementos estéticos concluyentes, claves, que el artista desarrollará ya desde los 7 años-con una marcada presencia del folclore nacional- cuando componga su primera pieza: una polonesa, de las 17 que compuso a lo largo de su vida.

Enigma de carácter cambiante, como esa modalidad que lo llevó a mudarse varias veces de domicilio cuando ya vivía en París, si bien estos cambios ya empezarían en su amada Polonia, cuando al poco tiempo de nacido la familia se traslada a Varsovia, pasando los veranos en la región de Szafarnia.

Enigma de ese hombre tímido –criado ente sus hermanas: Ludwika, Izabella y Emilia (fallecida prematuramente)- que irá desarrollando una marcada sensibilidad femenina –enfrentada años después a la pujanza cercanamente varonil de George Sand-, en contraposición a ese verdadero guerrero de la música, innovador nato y pianista sobresaliente, quien sin embargo fascinó a los auditorios pero no intentó conquistar a las mujeres, siendo en cambio más o menos conquistado por ellas o en particular por la autora de Lucrezia Floriani, en donde Mme. Dudevant bajo la piel de George Sand cuenta su convivencia de ocho años junto al genio polaco. Antes que ella desfilarán –más por el corazón y la idealización que por las concreciones del músico: un hombre tímido a la hora de abordar a una mujer- aquellas damitas compatriotas que se llamaron Konstancja Gladkowska, Maria Woszinska y Delfina Potocka, y ya en los últimos dos años de su vida, posterior al rompimiento con Sand en 1847, la escocesa Jane Stirling, quien logra que Chopin viaje con ella a Inglaterra y Escocia, con miras a quedarse a vivir en las Islas Británicas y de paso convertirse –por la férrea voluntad de ella, lógicamente- en el esposo de esa millonaria que había sido su alumna y lo amaba con admiración.

Enigma de un romance que inspiró infinidad de novelas como fue el caso de la relación Chopin-Sand, pero que sin embargo conoció de cierta pasión física únicamente en los primeros meses de esos ocho años que se mantendrán juntos, aunque ya en el segundo año con Chopin viviendo en habitaciones separadas y gozando, en Nohant –residencia campestre de la escritora en la región del Berry francés- de un pabellón para su uso personal, donde el músico se sentía a sus anchas volcando su sensibilidad y fuerza creadoras sobre el teclado, además de haber ido desarrollando un sincero afecto por Solange y Maurice, los hijos que la autora de Indiana había tenido con el barón Dudevant.

Enigma de un joven que a los 19 años deja su patria físicamente sin dejarla en lo afectivo y musical, para recalar en una ciudad en la que pensaba estar de paso y que sin embargo lo retuvo por los siguientes 20 años que todavía viviría, componiendo casi de espaldas a sus contemporáneos y conocidos como Berlioz, Mendelssohn, Schumann y hasta el propio Liszt -quien posteriormente escribirá un notable F. Chopin- con quien el polaco cultivó una amistad que en parte podría parangonarse a la que mantendrá, primero en Polonia y luego a la distancia, con su entrañable ex compañero de escuela y para nada vinculado a la música, aunque sin desconocerla, Tytus Woyciechowski a quien Chopin en su adolescencia y primera juventud incluso se dirigirá en varias cartas con una pasión por el amigo que no mostrará por mujer alguna pero que está de manifiesto en toda su música, mezcla paradojal y siempre enigmática de una sensibilidad femenina desarrollada en un hombre que nunca pesó más de 50 kilos pero que a la hora de componer, de hablarse a sí mismo sincerándose con el oyente a partir del impecable fraseo de su piano, se volvía un genio de peso inconmensurable; un compositor singular porque los modelos que siguió no pertenecían a su tiempo sino al del contrapunto y la fuga de Bach, pero también a su admiración por la ópera italiana en general y por los belcantistas como Rossini y en particular Bellini –con quien mantuvo amistad-, componiendo unas Variaciones a partir de un tema de I Puritani: una de las óperas más celebradas de aquel. No obstante, el haberse mantenido fiel a una tradición estética que se remontaba a la primera mitad del siglo XVIII no hizo más que enriquecer y singularizar los particulares resortes creativos de alguien para quien –como Wagner, tres años menor que Chopin- su música estaba primero y en definitiva su música era lo único que le importaba, más allá de la sonata dedicada a Schumann, de los conciertos compartidos con ese otro pianista superdotado y compositor sinfónico sin el que su futuro yerno, Wagner, tal vez no hubiera existido de la forma en que pasó a la posteridad, llamado Franz Liszt y dándole la espalda a aquellos comentarios negativos en relación a su música, que también los tuvo.

Morir y vivir a través del piano

Finalmente, enigma para los diversos médicos que lo atendieron y que hasta el final no lograron atenuar sus dolencias, sus ahogos y, con 38 años –un año antes de dejar esta dimensión- sus dificultades para subir una escalera, teniendo que ser sentado en una silla y llevado entre dos personas, convencidos todos de que padecía tuberculosis, cuando recientemente se descubrió que su enfermedad mayor, la que lo llevó a la tumba, fue una dolencia del corazón que hacía que este hubiera quedado enquistado, llamada precisamente fibrosis quística, que fundamentalmente causa problemas respiratorios y digestivos. Esto, entonces, justifica el porqué el único daguerrotipo que le tomaron en vida, el mismo 1849 en que murió –un 17 de octubre, en su última residencia ubicada en el Nº 12 de la Place Vendôme- no lo muestra desgarbado como cuadraría a un tísico sino más bien con una expresión de marcada molestia en la mirada, como producto quizás de encontrarse posando para un extraño artilugio antecesor de la fotografía, pero gracias al que hoy los admiradores y también los curiosos pueden recorrer ese cabello, ese rostro, esa cansada actitud emanada de un músico; de un compositor que sufrió la lejanía de su patria casi en silencio, pero que de manera incansable afirmó todavía más el coraje de un pueblo sometido por su orden a los prusianos, a los austriacos y finalmente a los rusos, pero que en Fryderyk Chopin tuvo a un luchador incansable cuyo instrumento en principio de denuncia fue el piano y las obras imperecederas que sus dedos destilaron recorriendo de manera casi hechicera el teclado de ese Pleyel que su fabricante -el célebre Camille Pleyel- había mandado hacer construir especialmente para el celebrado compositor de las Mazurcas, los Preludios, los Valses, los Nocturnos, los dos conciertos para piano y orquesta, una música de cámara nada desdeñable como lo es su Trío para piano, violín y cello, su Sonata para piano y cello y, en fin, todo un arsenal de composiciones para piano donde destacan además las Polonesas, los Estudios y las Baladas, entre otros productos de su genio compositivo.

Todo lo que en definitiva no habló como hombre, lo reveló musicalmente. En este sentido, Fryderyk Chopin es quizás el músico más abiertamente confesional, quien desde sus obras nos sigue hablando de la lejanía de la patria, del temor a revelar sentimientos frente a una mujer, de su casi desdén por las obras de otros músicos, de su desinterés casi pasmoso por la literatura, contrario a otros colegas que en la poesía y hasta en la narrativa encontraron hontanar propicio de donde luego elaborar sus interpretaciones musicales. No fue el caso de Chopin, quien en cambio vivió 8 años junto a una novelista, una novelista que gozó de fama en vida, pero que hoy es más que nada recordada por su relación con Chopin y porque es la autora de un singular libro autobiográfico: Historia de mi vida en el que –dejando aquí de lado qué hay de absoluta verdad en todo lo que en él escribe George Sand- no deja de erigirse como un documento ineludible a la hora de estudiar la Francia de Luis Felipe y luego la Francia de la Comuna de París, del lado de sus artistas e intelectuales y hasta el advenimiento del Segundo Imperio, con Napoleón III, cuando ya Chopin había muerto para este mundo y habitaba para siempre la eternidad del universo musical que enriquece a todos quienes se acercan a él y aun deciden convertir una gran parte de ese cosmos sonoro en una extensión de la propia casa espiritual, donde habita el alma de cada uno.

El desinteresado de la religión a último momento pide el concurso de un sacerdote compatriota y ex amigo de estudios; pide que le lleven a George Sand, pero ella se niega a corresponder al postrer pedido del músico –aunque luego en una carta se quite toda responsabilidad de encima, aduciendo que no la dejaron verlo-; pide que su corazón regrese a Polonia, cuando en definitiva su corazón nunca dejó la tierra de sus primeros 19 años de vida, que marcaron para siempre no solo a un músico sino a un singular período de la música, que trascendió su tiempo y que llegó a este en el que hoy se celebra el bicentenario del nacimiento de alguien que, desde las teclas de un piano intemporal, no deja de revelarnos ese enigma alojado en su alma y en el que se reflejan, seguramente también revelándose, todo enigma de la raza humana que en el Arte musical de Fryderyk Chopin tarde o temprano encuentra su explicación.

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1 comentario:

Anna Donner dijo...

Excelente. Acerca de Chopin muchos son los que han escrito, pero no "En Chopin": Las letras simbolizan los arpegios de sus composiciones, FELICITACIONES.

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