CARONTE


Cinco años de intenso platonismo verbal, sumado a varios desengaños con elementos que resultaron foráneos a mi complexión sentimental, no habían hecho sino ir afirmando en mí –en principio de manera quizá inconsciente a través del tiempo- el convencimiento de que la única digna de engalanar mi vida en una suerte de futura y paradisíaca convivencia marital era Ella, con mayúsculas.

Describirla hubiera sido para mí -a lo largo de ese lustro que nos fue uniendo en intensa amistad y sugerente diálogo hablando de sentimientos amorosos a medias ocultos- como describir –sin premuras y con precisión de detalles- los componentes del día más hermoso y dichoso de mi vida. Seguramente sin saberlo desde su tierna femineidad, Ella representaba para mí un retorno a los rincones boscosos y casi olvidados (salvo para los espíritus románticos como el mío) de ese Helicón donde Febo Apolo bailaba con sus Musas al son del aulós.

Fue así que luego de tomarme serenamente el tiempo para pensarlo, sopesar pros y contras y resolverme, decidí planificar los prolegómenos de nada más ni nada menos que: mi declaración de amor.

Con todo fríamente calculado elegí el más que auspiciante día viernes para que saliéramos a cenar y a bailar bajo estricta invitación mía, la que concreté resuelto con una más que decidida llamada telefónica a su casa, no bien calculé la hora en la que la elegida por el corazón y por la lógica de los acontecimientos –que nos ratificaban como seres de absoluta y sólida afinidad- estaría llegando a la misma, procedente de su empleo.

Así fue que la noche del día señalado ambos nos encaminamos al reducto de cena, show y baile, si bien ninguno de los dos reparó en quién amenizaría la velada, en ese lugar al que preferíamos por encima de todos los demás: el viejo, querido y siempre vigente Makao, en ese entonces ubicado en las alturas del Hotel Oceanía, con la clásica entrada por Mar Antártico, en donde cuántas veces habíamos tenido que esperar un rato largo hasta que algún taxi se dignara responder el llamado del conserje, avisando a la empresa que había clientes esperando por alguna unidad.

Pero volviendo al tema de quién amenizaría la velada, en mi secreta euforia ante tal resolución (la de declararle mi amor a aquella que siempre aparecía firme tras mi difuso horizonte sentimental, entenebrecido por los nubarrones de mis tantos fracasos amorosos) no reparé en que esa noche haría su presentación el conjunto de Baffo da Onça y sus increíbles mulatas.

Nos sentamos, ordenamos la cena, y cuando Ella me preguntó acerca del motivo por el que yo organizara aquella “hermosa velada” (expresión que utilizó la elegida, para mi secreto regocijo), en el momento en que el maestro de ceremonias hablaba en voz alta haciendo referencia a eso para lo que yo no prestaba mucha atención, aunque se relacionaba con la ansiada -por la clientela del local- presentación del conjunto brasilero y sus fabulosas mulatas, la miré fijo y, en el momento en que el presentador se volvía a un lado, extendía un brazo con la mano de palma hacia arriba, anunciando la entrada de Baffo da Onça, su arsenal de instrumentos de percusión y aquellas diosas de ébano esculturales, me lancé a revelarle y desarrollarle los detalles de mi amor, el que lógicamente –pensaba yo- se había ido gestando de manera silenciosa aunque solo visible por el encuentro de nuestras miradas, de nuestras sonrisas, de nuestras manos tomadas en un baile cabeza contra cabeza en aquellas medias horas de música lenta de nuestras primeras salidas a bolichear en compañía de otros amigos a lo largo de un lustro, y ratifiqué mi amor justo en el momento en que una cuerda de surdos, cuícas y pandeiros, seguida de caixas y otras formas –de las más variadas- de redoblantes y tambores, además de silbatos sonando en todas las intensidades, hicieron su entrada de manera atronadora, prolongándose ominosamente toda aquella insoportable estridencia mientras yo intentaba manifestar mi más que lógico deseo de que se convirtiera en mi esposa y todo esto con menos que poca suerte para mí, porque el incansable machacar sincopado de Baffo da Onça y el baile frenético de sus en esos momentos prescindibles mulatas -quienes con sus contorsiones habían logrado que prácticamente todas las miradas (y por momentos también la mirada de reojo de Ella) convergieran a aquellos físicos reconocidamente esculturales- hicieron que todo el local quedara sepultado en flashes multicolores y cambiantes al ritmo de aquella descomunal batucada, en medio de la que mis labios quedaron modulando quién sabe qué frente a los gestos de Ella, quien me señalaba con un índice uno de sus oídos y negaba frunciendo los labios ante la total imposibilidad de poder entender tan siquiera una sílaba, una coma, una puntuación y hasta un silencio de lo que infructuosamente yo estaba tratando de revelarle y para lo que me había preparado –casi como un samurai, como un monje zen, quizás hasta como un boxeador que se entrena sin descanso porque ve próxima su pelea decisiva por conseguir el título mundial de todos los pesos-, a lo largo de una inolvidable semana de estricta disciplina cuasi cenobítica y ensayo frente al espejo de lo que le diría y cómo se lo diría, luego de haber estado largas horas eligiendo los términos precisos con miras a elaborar la síntesis de un discurso confesional en el que no sobrara ni faltara nada; todo esto pronunciado con decisión…Sin embargo, mi boca quedó moviéndose cual si se tratara de aquellos muñecos que los ventrílocuos sientan en sus rodillas y que gesticulan y mueven los labios, abriendo y cerrando la boca de manera por demás mecánica…como yo en aquellos angustiantes momentos de batucada e incomprensión por parte de aquella a quien me había resuelto a convertir en mi esposa.

Media hora (que sin embargo en mí significó toda una era) después, aquella primera actuación había llegado a su fin, como así también mis gesticulaciones.

-¡Ufa! ¡Al fin! ¡No te escuchaba un pomo! –exclamó Ella, entre sonriente y levemente fastidiada bajando sus ojos, esos ojos celesteverdosos que a lo largo de un lustro me habían acompañado e inspirado desde la evocación cuando Ella y yo no estábamos juntos, y posó la mirada en los grandes platos donde nos habían traído una cena que permanecía casi intacta-. Bueno, ¡vamos a ver si comemos, antes de que se nos siga enfriando!.-Pero antes de llevarse a la boca aquel primer bocado que permanecía clavado en el tenedor, cerca de sus labios que todavía lucían el brillo del lápiz de labios levemente rosado, agregó imprevistamente-: Pero, ¿qué era lo que me dijiste? .-Apoyó el tenedor con el bocado en el plato y se echó atrás-: ¡Ay! Te da pereza, ¿no? –Yo, erguido a unos centímetros del borde de la mesa, junto a mi plato intacto, negué con un movimiento de la cabeza, procurando mostrarme despreocupado y dispuesto a repetir todo aquello que la bestial síncopa abrasilerada había acallado sin piedad-. Te escucho –me invitó, con una sonrisa, a dar inicio a aquello más parecido a un discurso, que me sentía súbitamente desganado en repetir, pero que sin embargo repetí. Y a medida que volvía a manifestarle aquel sentimiento que se había ido gestando a lo largo del tiempo en lo profundo de mi corazón, enfaticé, aunque reiterando que sentimiento que también creció no exento de cierta lógica que imponían cinco años que nos venían viendo juntos y sobreponiéndonos respectivamente a nuestros pasados fracasos sentimentales, ella fue borrando la sonrisa y en su lugar fue naciendo un semblante de estupor, traducido en la boca que se abría considerablemente al igual que los ojos, que iban adquiriendo un leve aunque inimaginable estrabismo, como si mi repetida confesión, declaración, revelación, versara sobre mis más bajos e inenarrables sentimientos; cual si yo fuera un ser extraño al que Ella viera y escuchara por primera vez. Rato después, la expresión pasmosa que había ido adquiriendo su semblante, a partir de un momento dado no hizo más que reafirmar en mí la contundencia en las palabras, mientras que con el torso me inclinaba un poco más hacia delante, con el riesgo de manchar el saco del traje gris con el borde de salsa tártara de mi plato. Por último esbocé una sonrisa, arqueé una ceja, entrelacé los dedos de las manos y finalicé con tres palabras:

-Eso es todo.

Respiré hondo y me puse a comer, mirándola y sonriéndole de a ratos, buscando la distensión de ambos (sobre todo de mí). Ella no dejaba de mirarme estupefacta y moviendo a derecha e izquierda lo que ya parecía ser el estupor entronizado en su cara, hasta que su boca empezó a modular…

-¡Nunca me esperé esto! ¡Nunca me esperé que viniera de ti!: ¡mi amigo!

Y enfatizó la palabra “amigo” como si deseara que me llegara con mayúsculas a mis oídos, luego de lo cual monologó por espacio de unos diez minutos más, sin dejar de enfatizar mi “Alta Calidad de Amigo” –sintetizando podría decirse que magistralmente algunos de los “grandes momentos” de aquella más que amistad, hermandad nuestra, según su interpretación de lo que había venido siendo nuestra “estrecha” y cuasi “confesional” relación, me revelaba- que, lógicamente, no se podía bajar de aquel sitial por este leve desvarío mío. Finalizado su discurso alzó el semblante como queriendo captar qué tema lento estaban pasando por los waffles de Makao y que se acompasaba al suave juego de las luces de colores cayendo a la pista, e inesperadamente sugirió que fuéramos a bailar.

Lo hicimos.

Y fue como nunca antes y sería como nunca después.

Porque con un brazo le tomé por la cintura y la atraje contra mí y con la otra mano tomé la suya, recostando un lado de mi cara contra un lado de su cara, lejanamente movido por un creciente desgano que sin lugar a dudas tenía su origen en aquella tristeza que me fue ganando y a la que acompañaban detalles de un lugar que nos había visto felices, pero en una época que ahora me costaba un esfuerzo inhumano ubicar en qué lugar de mi vida había quedado.

De la música ya no me llegaban sus notas, sus versos; de las luces de colores tampoco los efectos de ese éxtasis momentáneo que se sostiene al ritmo de aquellas canciones que en sus letras y melodías parecían homenajear ahora diferentes e inolvidables épocas de nuestra vida. Pero mi vida se había ido hacía siglos y en cambio la música con la que Ella y yo nos dejábamos llevar, se me antojaba una interminable y agobiante marcha fúnebre, tan fúnebre como el sonido demoledor con el que Baffo da Onça había silenciado mi impetuosa declaración de amor, hacía apenas dos horas o tal vez o seguramente, ya más de 500 siglos.

Con un lado de mi cara contra la suya y manteniendo mi mentón a escasos centímetros de su hombro perfumado, pero al que nunca besaría y menos aún mordería o sobre el que dejaría pasar mi lengua -totalmente entregado a una pasión ahora inexistente-, observé el collar de luces de la rambla y los edificios costeros recostándose sobre la noche calurosa en dirección oeste, en esa pequeña transición playera de rocas, entre Malvín y Punta Gorda, adonde llegaba, plateado por la luna, el arribaje suave de las olas bajas.

Sin embargo, esa visión acuosa súbitamente me representó aquel cauce de agua que es océano y que al oeste se afina y se convierte en el río del infierno, del Hades: dirección a la que el barquero conduce las almas de los muertos; “…de los muertos vivientes…”, agregaba yo mentalmente; de los zombies como luciría ahora todo mi aspecto, mi semblante, a escasos centímetros del rostro de aquella que ya hacía un rato me costaba reconocer como la razón de mis desvelos de la semana anterior.

En cambio, sin dejar de observar aquellas olas bajas, me pareció que entre sus espumas de escaso brillo asomaba, orzando suavemente sobre el oleaje, la barca de aquel que me anunciaba que mi hora había llegado y que tarde o temprano colocarían sobre mi cadáver dos monedas tapando mis ojos para ser definitivamente conducido a un reino de sombras, donde sin embargo no encontraría las de aquellos que en vida habían alcanzado la categoría de héroes o semidioses.

Como Aquiles… Como Ulises…Incluso como Hércules...

Apenas lo pensé un momento, cuando aún estábamos bailando, porque no me atrevía a pronunciar, tan siquiera a modular silenciosamente, el nombre del infaltable barquero que para cada uno de nosotros tiene marcada una hora a fin de conducirnos al Averno en su barca oscura.

Ya sin poderlo aguantar más me aparté del hombro de Ella, la miré a los ojos con mínima fijeza y le confesé que no quería bailar más; que me quería ir porque no me sentía muy bien que digamos.

Ella pareció entenderlo y nos encaminamos a tomar asiento en nuestros respectivos lugares, junto a una cena que no había conocido de su postre.

Llamé a quien nos había atendido gentilmente y pedí la adición, a lo que el mozo respondió con una rápida y grave inclinación de la cabeza hacia delante, alejándose y regresando con aquella cuenta. Miré la cifra y por una milésima de segundo pensé en lo que podría haber sido la posibilidad de derivar aquella cantidad de dinero que estaba a punto de entregar, a otros altos fines o que tan siquiera me hubiera servido para afrontar los días siguientes hasta fin de mes y cuando todavía faltaba algo así como una quincena para que se acabara. Pero entregué el billete grande y el mozo se alejó nuevamente en busca de cambio.

-Bueno, ahora vamos a tener que pedir un taxi y esperar hasta que encuentren uno, como siempre –pretendió ella hacer un poco más llevadero aquel momento que, de lo contrario, hubiera carecido absolutamente de palabras.

Asentí en silencio, tratando dificultosamente de armar una sonrisa, en tanto la imagen de aquel barquero conduciendo a la otra orilla las almas de los infelices como yo, no cesaba de hostigarme y yo trataba de reprimir el pronunciar su nombre y ni tan siquiera pensarlo. ¡Y todavía nos quedaba esperar un taxi parados junto a la puerta de salida de aquel Makao al que de seguro yo ya no volvería, como si se tratara de las últimas variantes de aquella tortura!

El mozo regresó con el vuelto en billetes, salvo dos monedas de diez pesos que se resbalaron y cayeron al mantel girando verticales hasta irse aplanando y quedar inmóviles. Yo casi suelto un grito de espanto al constatar que aquellas dos monedas tenían casi la circunferencia de mis ojos; que el Destino, con mayúsculas, me estaba señalando que mi hora había llegado, cuando grande fue mi sorpresa, mi horror y por último mi entrega, al escuchar al mozo que nos anunciaba -¿o me anunciaba?-, con una sonrisa, que ya había un taxi aguardándonos a la salida, por Mar Antártico.

Nos pusimos de pie y algo separados uno de la otra, una del otro, yo de ella, ella de mí, fuimos dejando atrás las mesas, las otras parejas, la pista de baile sobre la que seguían girando luces multicolores, el ambiente de música al que lentamente íbamos dejando de pertenecer.

A lo lejos, fuera del recinto, en la calle, recortándose contra la súbita negrura de esa hora de la madrugada, nos esperaba el no menos negro contorno de aquel taxi y parado delante, junto a la puerta que se abría al asiento trasero, la silueta extrañamente hierática, aguardando a nuestra salida, de ese en quien inmediatamente reconocí, no a un obrero del volante, sino al barquero anunciándome que mi hora había llegado y solo restaba aceptar un destino que se me alzaba como irreversible, al tiempo que a mi lado quien fuera la elegida para esa noche se empezaba a convertir en un ser extraño quien, sin embargo, no dejó de mantener una rara sonrisa al verme observar al barquero y dibujar a mi vez una triste sonrisa con la que, entregado, pronuncié en voz alta:

-¡Caronte!…

A lo que ella, mirando a aquella figura y volviéndose a mí respondió, casi con una carcajada:

-¡Ay!, pero ¡qué bárbaro!: ¡no sabía que lo conocías!

***
Guillermo Lopetegui
1º/XII/08-24/IV/10

1 comentario:

Anna Donner dijo...

Todos, ineludiblemente, hemos pasado por la dolorosa situaciòn de amar y no ser correspondido. (Y quien lo niega, miente).

En el amor, existen sí y solo sí tres estadios posibles.

a) (IDEAL) Amar y ser Amado.
b) Amar y no.ser Amado.
c) no.Amar y ser Amado.

El amor correspondido, es la plenitud máxima, uno cuando se enamora, se vuelve "tonto", los ojos se le vuelven "bobos", l@ ve en la heladera, en el cepillo de dientes, en el comedor.....

El amor no correspondido es una de las situaciones más dolorosas de la vida.
No sé por dónde leí, pero es algo así:

"Yo puedo amarte mucho, muchísimo, pero no puedo amar por los dos, no puedo hacer nada para que me ames si no me amás"

Y efectivamente, así sucede. De quien uno se enamora, es una de las cosas que no son pasibles de ser elegidas: Simplemente SUCEDE. Y cuando sucede, ya uno está hasta las manos. El no ser correspondido (como el protagonista de este cuento), es doloroso, la autoestima se va al tacho, peor aún cuando el amado en cuestión se enamora, ¡pero de otr@!
Cuando sucede esto, sólo queda la ACEPTACION, RESIGNACION y paulatinamente, OLVIDAR.

Cuando nos aman y nosotros somos quien no correspondemos, muchas personas creen que es un estadio maravilloso, (¡qué arrastre que tengo!), pero lo cierto es que si uno aprecia a quien lo ama, es bien triste, porque no le puede corresponder, y siente en carne viva el sufrimiento del otro.

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