Palacio Salvo.


Acabaron poniendo barreras hasta el medio de la avenida y por la calle Andes al sur. Sí, tarde o temprano se va a venir abajo; pedacito por pedacito, en un mes o diez días, pero se viene abajo.

Sobre el otro cuerpo él deja de besar, morder, acariciar; no escucha el clásico “Apretame fuerte”.

Sobre el otro cuerpo él estira su cuello a todo lo que puede y alza la mirada más allá de la terraza: sabe que está allí enfrente; que primero serán pedazos de mampostería desde los arcos a las ventanas, hasta que un buen día…

Vuelve a escuchar el “Apretame fuerte” y junta voluntades para besar, morder, acariciar de nuevo. Y así todos los fines de semana. El anterior había sido similar aunque el rostro, el cabello, los ojos, la voz, todo fuera distinto; igualdades conformadas por otros momentos y nombres.

Venite para acá. Tengo una amiga que te quiere conocer. Es muy mona, más que Chunga, y estoy segura de que se van a entender. No demores.” Entonces dejó su incierto deseo de ir a la casa de un viejo amigo al que hacía tiempo, mucho tiempo que no veía; entonces no habría evocaciones en un parque; conversaciones retrotrayendo la adolescencia; la vuelta de nombres femeninos que ya no se pronunciaban. No. El amigo y los planes quedarían postergados.

El pensó que en todo caso esto era mejor que pasarse hablando de los acontecimientos pasados. No era desechable.

Lucy salió con un amigo, así que me dejó de dueña de casa” El fin de semana anterior, las palabras habían sido: “Lucy salió con un amigo. Me dijo que utilicemos la cocina, el living.. bueno: ¡todo! “ Aquello fue más directo; la voz era menos aguda y ella menos atractiva.

Tomar café, jugar a las cartas, hablar de numerología, de la tercera guerra, del trabajo, del feminismo; luego prender el pasacasete y el inevitable tema de la música disco en contraposición con el canto popular y la inevitable invitación a raíz de “Este tema me gusta, ¿vamos a bailarlo?” Sí, claro, ¿por qué no? De lo contrario, ¿qué sentido tendría este otro fin de semana tan poco diferente al anterior; a excepción de que tú sos morocha, algo más alta, con los pechos más desarrollados, con tu interés por la numerología, el peligro de la guerra y el próximo tablado; por tu caminar esbelto y ese cigarrillo que prendés con la colilla del otro?... Sí, claro que vamos a bailar.

Ella estrujó en una mano una caja de cigarrillos y la tiró en el tarro forrado con cualquiera de los suplementos dominicales de siete días atrás. Volvíó al living con dos vasos llenos de hielo y alcohol, tomó un sorbo del suyo, lo rodeó con sus brazos por detrás de la nuca y lo miró por algunos segundos, para luego amagar a dejar un primer mordiscón en el cuello salpicado del infalible “pour hommes”.

Bailaron junto al ventanal. El torció la mirada, el camino que sabía adónde los conduciría; amenguó la intensidad, la conocida y tantas veces experimentada intensidad del momento, para detener sus ojos en la perspectiva monolítica de la otra cuadra, la que iniciaba las muchas veredas de galerías enormes y desiertas, resplandores sonoros bajando de los juegos electrónicos, bares de poca gente y precios remarcados de la avenida principal. Recorrió cada uno de los pisos, descubriendo fisuras que antes no estaban; pedazos de mampostería a punto de desprenderse. El primero, el sexto, el noveno, el trigésimo hasta allá, casi donde comienzan los miradores.

Si todo se viniera abajo, los escombros y el polvo subirían hasta el décimo piso de este edificio y…

Trató de recordar cuándo se había iniciado esto; cuál fue el primer fin de semana: cómo se llamaba la primera muchacha que luego no volvió a ver; cómo se llamaría la siguiente y cuándo terminaría todo.

Acercó su rostro a la oreja de quien era mucho más linda que Chunga y consideró que la cuota con el baile ya estaba cumplida. Entonces comenzó a suceder allí mismo, entre el sofá y la mesa ratona, sobre la alfombra de motivos florales. Días atrás, el lugar había sido la cocina, como también el asunto llegó a desarrollarse en la cama de Lucy, mientras ella estaría haciendo lo propio en otra casa, en otro rincón de la ciudad, que quizá estuviese doblando la esquina o por Bulevar Artigas o cerca de 8 de Octubre o… Nunca se habían planteado cuándo pondrían punto final a “Yo voy a salir con… Así que vos venite que aquí se queda… y estoy segura de que te va encantar”.

El pensó que podría llegar el momento de que se sentaran frente a frente, un día de la semana cualquiera, con vasos de leche caliente y música de cámara de por medio o sin música, si es que para Lucy el Rasoumovsky No.2 era “un bodrio”.

Apretame fuerte.” “Mordeme toda.” “Soy tuya.

La luz pálida del nuevo día iluminando las vertientes del Solís, como tantas otras veces y como tenía que suceder cuando no estaba nublado; el cansancio en su cuerpo y el ardor incómodo en los labios.

Volvió a contemplarla para luego desviar los ojos abajo, a la avenida, olvidándose de los otros labios que lo seguían recorriendo en saliva, olvidándose de los párpados entornados, el par de piernas que apretaba la cintura.

Prestó atención al nerviosismo sonoro, a las corridas, a las cabezas que miraban a lo alto; escuchó los primeros lamentos y estiró en cuello de a poco… Ella parecía desmayarse y él por momentos efectuaba breves movimientos con las caderas.

Tendrían que haberse sentado frente a frente – sin leche ni Rasoumovsky – para pensar en la fecha, la hora y el cierre definitivo de todos aquellos fines de semana. Y su amiga podría estar doblando la esquina o muy lejos. Quizás ella siguiera con el vértigo de los sábados y domingos por disipar, pero entonces tendría que discar otro número, pronunciar el nombre de otro amigo y asegurarle que no quedaría defraudado con la muchacha que tenía para presentarle.

Por fin se decidió a clavar la mirada donde comenzaba la cúpula, luego los miradores… Y sonrió.

La muchacha no oía los gritos, las corridas.

Tampoco advirtió los escombros y el polvo.

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