
a A.R.
Hubo una calle a la que cruzaron – como un arcoíris refulgente bajo la noche- las tres luces de los semáforos, la pesadez de los camiones al dejar las fábricas – que luego sólo guardaron los ecos de la tarde-, al andar sin rumbo de autos que no volvieron y un caminar de gente que partía a la vida, retornando de soledades por fin abandonadas.
Pero también hubo una calle desierta, apenas iluminada por el titilar de constelaciones que descendían hasta los techos de las casas pequeñas, en aquel barrio lejano y silencioso.
Ellos caminaban intercambiando sonrisas, miradas y un beso, vacío de sufrimientos. Llevaban consigo el recuerdo próximo de los saludos, las copas, la trascendencia fugaz de momentos que ahora sólo eran imágenes, proyecciones al pasado, distante apenas unas horas de ese caminar lento, abrazado y solitario; un caminar que a veces los transportaba bajo las ramas de los árboles que de nuevo dejaban mostrar los latidos nacientes de la primavera, el frotar de un grillo dialogando con lo que parecía eternizarse a lo largo de horas sin principio, horas que ya no necesitaban de un fin. Entonces, él renovó la fuerza de su abrazo, volviendo a disfrutar los pliegues de la vida, los pocos encajes insinuando las formas, los contornos, el relieve en movimiento de la mujer. La evocación de ambos-que no necesitaba de palabras, adjetivos o exclamaciones- se seguía sucediendo como un carrusel que apenas anticipaba la última vuelta, las botellas vacías rodando por el césped de un jardín desconocido, las miradas instantáneas que ahora subsistían a sus espaldas, la propia mujer vestida de un encantamiento que él no habría podido encontrar, sino en aquello para lo que era difícil hallar un nombre. Y caminaron, siguieron caminando e intercambiando besos, miradas, una sonrisa luciendo eternidades, como el vestido bajo el que la mujer recordaba sus formas, sus deseos confiados a la calle sin luces, a la madrugada y a él.
-Pensé en el lugar aquel adonde levantaríamos la casa y al que llegaríamos luego de quince minutos de lancha. Me acordé que hay miles de pequeños, medianos y grandes lugares como ese. Lo pensé hoy, cuando nos fuimos al balcón y yo descorché la botella que pude rescatar de una de las mesas. Te lo iba a comentar cuando brindamos… ¡pero brindamos tantas y tantas veces!... Y se fijaban en tu vestido, tu piel, las sonrisas que me regalabas a cada nuevo llenarte la copa; y yo pensaba que en esos momentos tú les pertenecías un poco. Por eso lo del pensamiento puesto en la casa que habíamos proyectado juntos, las puestas de sol, las veladas de música y libros… que no podrían ser veladas completas sin ti.
Fue cuando se insinuó la posibilidad bajo los árboles o en el siguiente jardín por descubrir. Ella dejó sentir más intensamente el perfume de su frente contra la hombrera del saco azul. No quiso mencionar el otro sueño ni recordar su cama bien tendida ni los resplandores plateados que venían de afuera, tamizándose en los cortinados inmóviles, perfumados sólo cuando ella los descorría en las mañanas.
-Sí, yo también pensé en el imposible de que esta noche fuera seguida de otra noche y así hasta siempre, en una sucesión de oscuridades que me obligaran a aferrarme de tu brazo sin dejar la luz y amando sin objetividad toda nuestra existencia solitaria, porque no necesitaríamos de nadie más…
El encendió un cigarrillo, siempre renovando el abrazo, el sentimiento de considerarla suya, sin querer pisar la frontera entre lo que vivía y donde empezaban a aventurarse los posibles distanciamientos, las posibles pérdidas… Porque ya estaban llegando a la otra calle – igualmente oscura a la que pronto dejarían – y luego él volvería a caminar por ésta con las manos en los bolsillos, el saco sobre el hombro, la mirada y los pasos arrastrándose por el asfalto, en el intento de redescubrir, aprehender sensaciones de besos a lo largo de una constelación única e infinita; lo devolvería sobre la tierra, sobre las calles y por entre los árboles, todavía más pequeño. Y la recorrería una y otra vez –la sonrisa sin decidirse-, porque la constelación le hablaba de un último abrazo; le hablaba de pensamientos puestos en un rincón lejano- y cercano por el deseo y una lancha-, cuando por fin estuvieron a pocos metros de la casa, donde la cama aguardaría tendida el peso caliente y tembloroso de la mujer; le hablaba de la corrida casi murmurada de esa mujer, rumbo al rincón prohibido que le reservaba la noche. Sí, una y otra vez vio la necesidad de recorrer la constelación, porque ella representó la perfecta línea de los labios, el polvo lácteo que le retornaba las ondulaciones del cabello singularmente centelleante, la ausencia del vestido, los encajes, donde ahora él podía corroborar las curvas exactas que antes habían sido una cercana posibilidad de palpar y abrazar para siempre.
Dejó para nunca más un último recorrido, aceptando su propio caminar sin rumbo, el carrusel ya detenido decretando la mañana indeclinable, decretando un ya olvidado fin de fiesta.
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