Marginal.


a Carolin, con quien escuchamos la verdadera historia.


Una moneda, dos monedas, cuatro monedas, ocho monedas, abrir puertas, cerrar puertas, atender el teléfono, encender la luz amarilla, colgar el teléfono, cerrar puertas, abrir puertas, ocho monedas, cuatro monedas, dos monedas, una moneda Y sí esto es mejor que la semana pasada cuando andaba por ahí nuevamente echado de mi casa por Esa mujer a la que le cuesta llamar mamá, madre, señora Claro que le hice las mil y una con aquel comportamiento de borrachera o merca merca o borrachera y borrachera y merca juntas Pero aquella indiferencia de ella cuando lo echaba por segunda, tercera, cuarta vez y el pedido de él volviéndose a quien no parece señora, madre, mamá de Por lo menos darme una frazada Y la negativa de esa mujer, inflexible pese al previsible rocío de la madrugada bajo el dintel de mármol y contra la cortina baja del boliche cerrado “Te dije varias veces”, las palabras resuenan “Te dije varias veces”, las palabras siguen resonando Pero yo no le hacía caso y volvía hecho un desastre cagado meado vomitado “Tirado en el piso del zaguán y yo arrastrándote hasta el caos de tu dormitorio y con la presión por las nubes sin nadie más que me pudiera ayudar y todas las noches prácticamente el mismo vía crucis que antes tuve que pasar con aquel otro hijo de puta que se encamaba con una yira a mis espaldas y me dejó para irse a enterrar con esa puta y el mamerto del padre de ella en aquel lugar, pero Dios o el diablo lo castigaron porque la muy yegua lo abandonó muriéndose y lo clavó con ese viejo que es su propia cruz”, y las últimas palabras de esa mujer que para él hace mucho que dejó de ser su mamá, que no se identifica con ninguna madre y menos puede alcanzar la categoría de señora le quedaban resonando dentro de esa cabeza casi rapada, bajo el gorro de lana, recostada la hosquedad nacida a golpes de cuadrilátero callejero contra la cortina baja del boliche cerrado, el cuerpo recogido, achicado, empequeñecido no sólo por el frío Sin alcohol ni merca ni dinero y sólo con lo puesto no me puedo olvidar que Bajo el dintel de mármol y contra la cortina baja del boliche ya cerrado él consideraba que esa mujer que no era mamá ni madre y menos aún señora Ya no existía para mí pero yo no existía más que ella allí Achicado, acurrucado, recogido, empequeñecido en ese agujero armado con dintel de mármol y cortina baja que la noche helada le había abierto para que él pudiera echar ahí toda su soledad haciéndose a la idea creciente de que en esa posición de último despojo de cuello de la campera alzado y manos en los bolsillos del jean las horas que restaran, hasta el amanecer de bolichero diciéndole que salga de ahí que tiene que alzar la cortina metálica, se irían resolviendo en ciertas mínimas ilusiones del calor Por eso para mí es mejor esto de Una moneda, dos monedas, cuatro monedas, ocho monedas, abrir puertas, cerrar puertas, atender el teléfono, encender la luz roja, colgar el teléfono, allá se va otro y aquí viene otro Por ahí hay días en que no se divisa ninguno o al contrario se forma una fila larga y viene bien al menos un rato cuando no tengo puertas que abrir o que cerrar pero tampoco monedas Porque uno se queda divagando adentro de la parada de taxis Ese laburito que conseguí hace bien poco con algo de calor y las monedas de la jornada anterior y sin alcohol y mucho menos merca Porque hace unos días, y días después de que lo echaran de nuevo, y días después de que consiguiera el empleo en esa parada de taxis desde donde en momentos de poco movimiento se pone a observar lo que pasa en la calle pero algo más tranquilo y sin el nerviosismo de abrir y cerrar puertas, atender el teléfono y encender la luz roja Conocí las reuniones en donde los demás me decían que Eran como él pero que estaban intentando hacer las cosas de otro modo desde que aplicaban “Una fórmula sencilla para mentes complicadas” me habían dicho Cuando lo recibieron en el grupo y esas palabras también le quedaron resonando Sin alcohol sin merca limpio por dentro desde hace un tiempito Después de tanto después y cuando ahora era el día el que le abría otro hueco, pero no para ir a echar los despojos a los pies de boliches cerrados sino para Sentarme y escuchar lo que hablaban Esos otros que, le habían dicho y las palabras todavía resonaban en su soledad menos despiadada porque era la soledad de la parada de taxis, buscaban la salvación “Al menos una forma de salvarse del cementerio, la cárcel o el loquero” eran las palabras que con variantes él escuchaba en esas reuniones adonde asistía cuando el final de la jornada le abría un hueco en las últimas horas de la tarde o al comienzo de la noche y entonces el “Sentate y escuchá” o el “Quedate que aquí está la Vida” eran las variantes imperativas pero de la oportunidad que alguien o algo le estaba dando de poder entrar a armar una historia mejor de sí mismo Ya sin consumir ya sin meterme nada Acudiendo a aquellas reuniones y animándose a contar al menos un bosquejo de lo que había sido y de lo que era, cuando llegó el tiempo en las reuniones de ya no simplemente sentarse y escuchar a los otros sino de resolverse a alzar la mano o simplemente con un movimiento de la cabeza en dirección al coordinador de turno de que lo tuviera en cuenta, de que lo anotara Para empezar a decir algo de mí Al menos un primer esbozo de eso que tarde o temprano tendría que entender que era su propia historia, pero también una variante de las historias de todos los demás que como él Hacían silencio para escucharme cuando me llegaba el turno Y hablaba o tal vez no lo hablara y quiso decirlo, pero terminó diciendo otra cosa porque eran las primeras intervenciones testimoniales de que No llegué a la pasta base o a picarme porque lo mío era bueno es el alcohol pero después fue alcohol y merca merca y alcohol Y sentado dentro de la parada de taxis, mirando el entorno de fuera, callejero, de jornada entre gris y pálidamente recorrida por un sol que todavía tenía restos del invierno que se estaba yendo, recordó o simplemente se le vino a la mente en el momento menos imaginado y que no necesitó aclarar mucho, porque los demás lo escuchaban, entendían, asentían y alguno que otro hasta dejaba mostrar una sonrisa que denunciaba experiencias similares, que La merca te atempera los efectos del alcohol y hace que no te vayas a la mierda y el alcohol te evita que la bajada desde las alturas de la merca sea tan estrepitosa Aunque tarde o temprano terminara tirado en el corredor del zaguán de su casa Y después me despertara echado en la cama vestido pero con las puteadas de esa mujer a la que ya hace mucho no le digo ni mamá porque de madre no tiene nada y menos todavía de señora echándome como a un perro una vez más y negándome una frazada con la que taparme cuando tuviera que buscar algún lugar a la intemperie Recuerda que fue otra de sus primeras intervenciones mientras sigue mirando el entorno de fuera, callejero, y termina concentrando toda su atención en el chiquilín de túnica al que sacaron una vez más del supermercado aunque se queda allí: parado en el espacio que media entre la entrada ancha y la salida ancha, alargando la mano y dejándola extendida bajo la negativa o la indiferencia de quienes siguen entrando o saliendo del supermercado barrial que abarca desde el centro de la cuadra hasta la esquina opuesta a la otra en la que se alza esa suerte de casilla de material pintada de rojo, con letras y números blancos, de la parada de taxis en donde ahora hacen fila unas pocas unidades, dos taxistas charlan dentro de una de ellas, otro dormita con el mentón casi rozándole el pecho dentro de la suya y él metido en la estrechez de la parada encendía otro cigarrillo, chupaba de la bombilla de ese mate que de fuera le habían arrimado y retomaba la atención en ese chiquilín que permanecía yendo y viniendo de la entrada a la salida del supermercado pidiéndole a la negativa o la indiferencia que sacaba uno de los carritos de la fila que había en el exterior, entraba y volvía a salir con las bolsas del supermercado colmando la capacidad del carrito o colgando de cada mano si era principio de mes; si eran finales el surtido se achicaba, y siempre estaba aquello de que es mejor ir comido a hacer las compras en el súper que con la panza vacía, lo había hablado con alguien de esas reuniones O tal vez lo leí en algún lado o lo comenté con los de la parada Pero con la atención puesta en la vereda de enfrente algo le hizo suponer que todo eso al chiquilín que seguía yendo y viniendo con la mano extendida, pidiendo, no tenía por qué interesarle.

  El por momentos interrumpe las idas y venidas de la entrada a la salida del supermercado para fijar la vista en los autos que pasan. Antes de volverla a extender por entre la gente, que va con carritos vacíos y vuelve con carritos llenos, se pasa el dorsal de la mano mugrienta por los mocos que se le han venido amontonando en las fosas de una nariz algo achatada y ancha. Los ojos levemente oblicuos se distraen  unos segundos en lo que sucede encima de su cabeza, en lo alto, cuando una paloma súbitamente hace su aparición saliendo de entre las ramas del plátano que ya empieza a mostrar los primeros brotes de una temporada menos fría en la esquina de la acera donde se encuentra el supermercado y aleteando con rapidez sobrevuela la calle hasta la vereda de enfrente, de parada de taxis en la esquina y templo que se alza a mitad de cuadra y sobre el que la paloma va descendiendo, deja de aletear, planea y detiene el vuelo al posarse sobre el alféizar de la ventana ojival de esa iglesia de la que cuelgan andamios, con fachada que finalmente empieza a lucir a medio restaurar desde que fue declarada monumento nacional ya nadie recuerda cuándo.
  El pájaro venía de sobrevolar lugares donde un hombre arrastraba los pies por entre los yuyos, seguido por otro más viejo que iba tirando de un carrito de cuatro ruedas dentro del que se encontraba una damajuana de diez litros de vino tinto. Cada tanto el primero le decía al segundo, alzando una mano, de hacer un alto. Allí mismo se sentaban encima de unos troncos caídos y ya elegidos de otras oportunidades similares, cuando cualquiera de ellos destrababa la tapa rebatible del lado trasero del carrito y la bajaba hasta dejarla penduleando cerca de los yuyos, acostaba la damajuana y tomándola por el cuello dejaba volcar el líquido rojo dentro de dos vasos largos, anchos, de vidrio acanalado de color verde, llenándolos hasta rebasar el borde. Tomaban en silencio, se volvían a servir, armaban cigarrillos de chala, pitaban, tomaban otro sorbo, hasta que el menos viejo, cuando empezaba a sentir los efectos del alcohol, en principio alzaba los ojos al cielo limpio de nubes, las pupilas vidriosas se ponían a seguir los aleteos de un vuelo indiferente desapareciendo  tras las copas de los eucaliptos y reapareciendo más a lo lejos y entonces, volviéndose al más viejo que tomaba, fumaba e iba de un lado al otro con la mirada parsimoniosa sin detenerse por mucho rato en una porción determinada de esa realidad inmediata, se ponía a evocar a su hijo sincerándose con aquello de que no sabía por qué el muchacho no lo llamaba, lo ignoraba o cuando iba a verlo permanecía casi sin hablar hasta el momento ese en el que el padre, como le venía sucediendo desde hacía un tiempo, tal vez a partir de la muerte de esa mujer que lo había sabido entender como ninguna otra y menos aún la madre de ese muchacho al que evocaba desde el alcohol, el tabaco, el silencio próximo del más viejo y el vuelo indiferente reapareciendo y desapareciendo a lo lejos, donde las copas de los montes de eucaliptos transitaban diversas tonalidades contra el cielo de luminosidades cambiantes, se abrazaba al hijo, al muchacho que tarde o temprano era evocado desde una determinada circunstancia de la jornada que transcurría en la periferia de la ciudad, entre los yuyos, los chanchos, la cañada cercana y bajo un sol que a esa hora se reflejaba en la convexidad de la damajuana que, nuevamente parada pero por poco rato, asomaba dentro del carrito y simplemente se ponía a llorar contra la remera negra estampada que vestía el muchacho, donde quedaba tapada por el llanto la cara de Marky Ramone; entonces, recordando, el hombre menos viejo se volvía para un punto del paisaje que ocultara el llanto del tomar, fumar y andar con la mirada vidriosa y perdida del más viejo, alzando luego los ojos al cielo en donde se iban juntando algunas nubes espaciadas, constatando que el aletear de aquel vuelo indiferente había desaparecido y sobrevolaba la ciudad, el edificio de apartamento donde dos seres discutían acaloradamente. La discusión había comenzado en la cama, entre las sábanas todavía revueltas e impregnadas de los olores que la pasión había estado armando una hora antes cuando a los mordiscones en los labios, el rechinar de los dientes y las lenguas retorciéndose una contra la otra hasta las caderas y los torsos empapados en la entrega una vez más, siguió el dejarse caer extenuados de espaldas sobre las sábanas, los cigarrillos que se encendieron y las jarras de cerveza que se volvieron a llenar y tomar, y entre un divagar y otro el abrirse de ese inusitado espacio para cierta reflexión incómoda que traía nuevamente a primer plano un tema cansadamente discutido varias veces a lo largo de la semana. Allí entonces se reeditaban las expresiones dichas en un tono de voz cada vez más alto que iba metamorfoseando el pasado intercambio de conceptos en una andanada de opiniones contrarias creciendo en vociferación hasta quedar sintetizadas en apenas vocablos hirientes que uno le espetaba al otro para luego ir desvaneciendo, en el sacudir de un brazo, en la puteada, en la cachetada, en el cenicero que se aferraba de una mano, amenazante, hasta que uno caía de rodillas entre llantos contra la piesera de la cama y el otro corría a encerrarse en el baño de un portazo, la pasión que antes los moviera a querer apoderarse uno del cuerpo del otro. Después arribaban el consultar el reloj, el recuerdo de las futuras obligaciones y el reacomodarse con la pesadez impuesta por las entregas, el alcohol, los gritos, los golpes y recibir el día con los ceños fruncidos y el ardor en los ojos ante la entrada súbita de la claridad que llenaba todo el dormitorio cuando uno de ellos abría la ventana de par en par, encendía un cigarrillo, buscaba con la mirada cansadamente aguzada en los alrededores más próximos la jarra casi vacía, la volvía a llenar de cerveza, se la llevaba asida en una mano con el cigarrillo entre dos dedos, apoyaba el torso contra el borde de la ventana, miraba al exterior y la mente embotada se sacudía de improviso con el recuerdo momentáneo de que esa noche tenían una fiesta y que uno de los dos tendría que manejar pero que en esos momentos no estaba en condiciones de adivinar cuál de los dos asumiría la responsabilidad hasta que no estuvieran en el garaje, parados frente al capó del Renault Clio… Pensamientos poco importantes que se disipaban casi inmediatamente, prefiriendo seguir con los ojos cansados el aleteo agitado de un vuelo indiferente cruzando el espacio viciado de humos e invadido por los ruidos que ascendían de la calle, entre las azoteas de los edificios más altos y los nubarrones más bajos que parecían reafirmar la promesa de un próximo aguacero seguramente para esa tarde, la noche o la madrugada siguiente, en tanto el aletear va aproximando a la paloma a la calle de plátano en una de cuyas ramas el vuelo se detiene unos segundos para ser reemprendido hasta la vereda de enfrente, de iglesia a medio restaurar y parada de taxis esquinera que se alza tras los techos amarillos de cuatro taxis enfilados, mientras uno de los obreros del volante le extiende otro mate a quien apenas se asoma desde dentro de la parada para seguir observando, a través del vidrio fijo de la ventana, al chiquilín que con una mano extendida va y viene con paso apurado, pidiendo casi monosilábico algunas monedas a quienes entran o salen del supermercado barrial ubicado en la esquina opuesta.

  El chiquilín se pasa el dorsal brillante de mocos de la mano por la túnica manchada y raída, sucia y arrugada, a medias prendida y contra la que cuelgan las bandas de azul desteñido de lo que hasta el mediodía era una moña cuando después de la escuela, ubicada en una de las llamadas desde no hacía mucho “zonas rojas” de la ciudad, decidió no volver a la casa ni a la escuela que era lo mismo que no volver a los malos tratos ni a las exigencias, a los gritos del padre, al silencio sumiso de la madre, a los requerimientos de una maestra que en sus palabras no sonaba muy confiable cuando les preguntaba a sus alumnos qué querían ser cuando fueran grandes y a él no le motivaba para nada decirle que no tenía ni idea de lo que quería ser cuando fuera grande si es que había que ser algo cuando se fuera grande, pero lo que sí quería era que en su casa hubiera una puerta en vez de la cortina esa separando la pieza de piso de Pórtland en la que él dormía del lugar en donde el padre, con varios vinos encima, le gritaba a la madre que a él no le importaba un carajo lo que pasara con ella ni con ese otro que permanecía en la cama, acostado pero sin dormir, escuchando cuando el padre le decía a la madre que si seguían así, casi sin vino para la comida y donde ese que, creía el padre, sigue durmiendo no se levante, se vaya y vuelva con plata, entonces iba a tener que salir ella de la casa e iba a tener que volver con dinero aunque se tuviera que ir a hacer romper el culo por ahí, alcanzaba a escuchar quien del otro lado del cortinado hacía horas que no dormía y más tarde en la escuela no iba a contar lo que pasaba en su casa entre sus padres y de los dos con respecto a él cuando finalmente la madre también se unía a las exigencias del padre, marido, hombre, borracho, de que luego de la escuela el hijo, el chiquilín que en realidad no era hijo del borracho, del hombre, del marido, del padre que no era su padre pero que se vio en la obligación de criarlo como si fuera de él cuando se juntó con la madre, se fuera a pedir por ahí: a los bares, a las esquinas de automóviles que ronroneaban aguardando el cambio de luces de los semáforos al pie de los que se juntaban dos o tres ex tarros de pintura conteniendo agua jabonosa y lampazos, entre los limpiadores de parabrisas, payasos, malabaristas y lanzallamas apostados en lugares claves llamados los cruces importantes, la rambla quilométrica, las entradas a las playas de estacionamiento de los shoppings y supermercados de barrio de donde regresar a la hora que fuera, pero con monedas, con muchas monedas. Sin embargo ese día todas las monedas que consiguiera iban a ser para él, porque había decidido no volver a la casa ni a la escuela y la barriga ya le empezaba a hacer ruido. Por eso no le importaba que una vez más lo sacaran casi a rastras del supermercado dos agentes de seguridad, porque él se quedaba allí, esperando otra oportunidad sin que lo vieran, y si lo veían que no lo alcanzaran y lo volvieran a sacar antes de haber conseguido algo de comer o simplemente una moneda, dos monedas, cuatro monedas, ocho monedas…

  …dieciséis treintaidós sesentaicuatro... Contaban dentro de la parada de taxis, casi sin apartar la vista de lo que sucedía en la esquina opuesta con el chiquilín cuando había sido sacado una vez más por Aquellos dos tipos que parecían mariscales de campo cuidando la entrada al súper y yo contando lo que tenía en los bolsillos para Esa milanesa al pan con una coca cola que pudo comprar en el supermercado Después me acerqué al chiquilín, lo saludé y Le alcanzó la milanesa al pan envuelta en nailon y la coca cola de medio litro y Nos fuimos a sentar al cordón de la vereda cerca de la parada de taxis donde ya estaba el encargado de la noche porque El ya casi terminaba su turno y pensó que podía ir a la reunión que estaba por empezar Pero por el otro lado quería quedarme allí con el chiquilín acompañarlo mientras comía Que era observarlo en su aspecto de mocos pegados en las fosas de esa nariz algo achatada y ancha, pelo renegrido y ojos profundamente oscuros que Todavía cuando me miraban lo hacían con un poco de desconfianza de duda pero finalmente se puso a comer y tomar y por momentos me miraba de reojo Hasta que el chiquilín se animó a decirle simplemente “Gracias” y se siguió devorando aquellos pedazos de milanesa al pan con buches largos de coca cola Se secaba la boca con una manga y me sonreía Poco después ambos se rieron tal vez de la situación de los dos allí, sentados en el cordón de la vereda y cuando Al mirar el reloj me di cuenta de que la reunión hacía rato que había empezado y el chiquilín estaba masticando el último bocado y se pasaba las manos aceitosas por la superficie mugrienta y arrugada de la túnica Entonces la jornada siguió transcurriendo en la inauguración de aquellos en un principio tímidos intercambios descriptivos en donde se fueron alternando padres borrachos que lloraban con padrastros que querían más vino y puteaban, mujeres indiferentes que no merecían ser llamadas mamás como esas madres que sin embargo iban del silencio a la agresividad que copiaban de quien quería seguirse emborrachando y no era el padre, pasando por la sumisión de manos que se restregaban en el delantal y acompañaban con el gesto adusto, con el asentimiento, la orden de que regresaran con dinero porque de lo contrario iba a tener que salir la madre sin importar las consecuencias ya que lo único que importaba era que en cualquier rincón de la vivienda ubicada en aquella zona marginal hubiera vino, que era lo que sobraba un poco más allá de las otras márgenes de la ciudad donde el camino hacia la nostalgia por el hijo ausente se abría entre los yuyos, con la proximidad de los eucaliptos, las porquerizas inundadas en barro en donde los chanchos hundían sus patas, comiendo incansablemente en el contrapunto cacofónico de los sonidos de fagot que emanaban de sus hocicos, indiferentes a esos dos hombres que se alejaban tirando de un carrito dentro del que se sacudía una damajuana de diez litros de vino tinto y el hombre menos viejo todavía recordaba el último encuentro con su hijo al verlo aparecerse a la distancia, inexpresivo, caminando hacia él por ese mismo camino que días después la nostalgia transitaría en soledad, cuando de aquel encuentro quedara el sinceramiento del padre como nunca antes porque Me abrazó y yo sentí algo extraño era la primera vez que mi padre me abrazaba y se ponía a llorar porque cuando yo era chico lo único que había eran puteadas y golpes por cualquier cosa y ni que hablar de la mínima palabra de cariño pero ahí estaba ese hombre mi padre mi viejo borracho abrazándome fuerte llorando y no me decía que me quería pero me decía que no me fuera tan pronto y llegó a decirme que por qué no me quedaba esa noche allí con él aunque también estuviera el otro el suegro pero a mí sólo me dio para decirle que él podía dejar de tomar que había unas reuniones a las que yo estaba asistiendo en las que me estaban ayudando a no tomar porque el secreto está en no tomar el primer vaso sólo por veinticuatro horas y así día a día porque si lo tomás ya no parás y después me fui porque todavía pesa mucho en mí el recuerdo de cuando mi padre borracho por cualquier cosa me cagaba a palos y puteaba a esa que para mí ya no es nada más que una mujer que no tiene nada en común conmigo pese a  que me trajo a este mundo de mierda en donde a veces sentís que se hace dificilísimo ya no te digo vivir sino simplemente estar Se sinceraba el muchacho con el chiquilín, que lo escuchaba en silencio y que apenas esbozaba una sonrisa y un asentimiento con el rostro vuelto brevemente al asfalto de la calle junto a la que se habían sentado cuando le llegaban palabras que remitían a situaciones vinculadas con el vino, los golpes, el llanto, el mundo, la mierda y se volvía nuevamente al muchacho como si en ese alternar de la visión yendo del muchacho a la calle se ampliara el recuerdo, proporcionando tonos nuevos con los que agregar algún matiz al fresco marginal que describía situaciones que se desarrollaban en lugares distantes y sin embargo asimilables por la proximidad del desamparo, el sufrimiento, el temor, la indiferencia, en ese contrapunto de ausencias y desolación con pisos de  Pórtland,  dinteles de mármol, frazadas que no estaban, el dormir que no llegaba como en cambio las últimas claridades de la tarde se tornaron en noche que descendió en forma de cielo henchido de nubarrones rojizos sobre los dos allí sentados, en el cordón de la vereda, junto al ruido de algunos autos pasando cada tanto en ambas direcciones  Cuando miré el reloj y el chiquilín me preguntó qué hora era se la dije y miró para la calle y dijo que ya era tarde y me daba no sé qué preguntarle para qué era tarde porque sinceramente el tiempo se nos fue volando yo no había concurrido al grupo pero seguro que la charla nos había hecho mucho bien y sinceramente yo no quería que se fuera pero no me animé a decírselo y creo que El chiquilín tampoco tenía ganas de irse porque ya hacía un buen rato que consideraba a ese tipo que le había regalado la milanesa al pan y la botella de coca cola como su amigo, pero no se animó a decírselo y simplemente se volvió a él con una sonrisa más amplia, porque ver a su amigo ahí, sentado a su lado, era mucho mejor que tener la mirada perdida en la mugre pegada al asfalto de la calle por donde los autos no dejaban de pasar Cuando nos pusimos de pie y sin manifestarlo con palabras Tuvieron unas ganas impresionantes del abrazo que se dieron y en la frente sucia, transpirada del chiquilín No me importó y le di un beso En momentos en que los autos seguían pasando y continuamente atravesaban la oscuridad con las luces largas y un par de esas luces iluminó súbitamente en otra dirección porque quien manejaba el Renault Clio, con varias cervezas encima, había interrumpido la discusión que venía sosteniendo con quien iba en el otro asiento y aguzó la mirada sintiendo una mezcla de burla y desprecio al ver a ese pelotudo abrazando a uno de esos futuros infantos juveniles que de la escuela lo único que tienen es una túnica mugrienta, los dos ahí parados junto al cordón de la vereda, abrazándose cuando ya era bastante tarde y el muchacho reconoció que no quería dejarlo ir; quería que siguieran ahí, los dos hablando eternamente bajo la noche plafoneada de nubarrones hasta esa llovizna en principio fina, muy fina, mientras los autos seguían pasando pero quien no había dejado de mirarlos desde el Renault Clio quiso gritarles algo pero hizo una maniobra infeliz y Aquello fue impresionante porque los dos nos dimos vuelta y Alcanzaron a ver cuando el Renault Clio se fue contra la parada de taxis con el encargado de la noche adentro Y fue como que a la casilla la sacaran de cuajo del piso y eso que era de material y los dos Desarmaron el abrazo de improviso y Dijimos al mismo tiempo “¡A la mierda!” En momentos en que la llovizna fue engrosando sus gotas y se convirtió en un aguacero que continuó cayendo en principio sobre la despedida de ambos empapados allí Cuando me puse a llorar al verlo que se iba Y el chiquilín, que también moqueaba, alzó una mano y se despidió desde la distancia, mitad nervios y aceleración por Lo que acabábamos de presenciar los dos allí Bajo la lluvia que caía sobre los escombros de la parada de taxis y las abolladuras del Renault Clio; sobre las luces de los patrulleros y las ambulancias que se dieron cita en el lugar del hecho, como el móvil de la televisión que empezó a entrevistar bajo los paraguas a algunos peatones que desde diferentes puntos de los alrededores más próximos habían presenciado lo ocurrido, pero aseguraron que no había habido víctimas fatales aunque sí mucho olor a alcohol dentro de los restos del auto, cuando un par de ambulancias se llevó en diferentes direcciones al encargado de la noche y a quienes iban dentro de eso que ahora eran restos de un auto sobre los cimientos de una ex parada de taxis partida en dos, cuando Al otro día me acerqué al lugar y Le impresionó ver los escombros amontonados contra la pared de la esquina Miré a la vereda de enfrente y el chiquilín no estaba Pero entonces él, entre medio de los escombros y la vereda de enfrente en donde no había nadie pidiendo Recordé la noche anterior con aquella charla el abrazo el beso el llanto Luego alzó la cabeza al cielo despejado de nubes, celeste y soltó un suspiro prolongado cuando, imprevistamente sacudido por la evocación, su mirada siguió el aleteo de una paloma Porque me  pareció que ese vuelo iba en dirección a la chacra en la que Un hombre maduro se había estado aguantando todo el día sin tomar el primer vaso de vino y sólo se limitaba a fumar y tomar mate sentado en un tronco elegido al azar, cuando alzando la mirada despaciosamente vio venir por el camino de yuyos al muchacho, en momentos en que al divisarse padre e hijo dibujaron en su semblante una sonrisa en principio tímida Para mí fue un comienzo antes de encarar el tema de Aquella señora, una madre más, en definitiva Mi mamá.
***

Guillermo Lopetegui
Montevideo, 14/X/-21/XI/2006, 8-16/IV/08.

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