ESPECTROS DE UN MUNDO LEJANO

A Ridley Scott.

Era cuando se ocultaban los tres soles tras los anillos de Prometeo.

Todo quedaba sumido en la penumbra hasta que los últimos destellos de luz se disipaban completamente tras el contorno del planeta vecino. Entonces, desde lo alto descendía hasta mí el consuelo de aquellos miles de millones de cuerpos luminosos y muy pequeños. “Las estrellas, que velan por ti, que velan por tu sueño, como nosotros, de quienes saliste traído por el amor y el pensamiento”, me recordaba mi engendradora en palabras que llegaban a mi desde algún lugar, a veces distante, a veces próximo, cuando estaba por dormirme. Otras veces era el pensamiento de mi engendrador expresándome la misma sensación de protección, hasta que finalmente me dormía y no tenía mucha conciencia de cuánto tiempo dormía; cuánto duraba aquella ausencia de luz y cuánto el titilar de las estrellas velando mi sueño.

Durante muchos ciclos solares y lunares me dormí y desperté agradeciendo, como me habían enseñado. Pregunté una vez, en mis primeros tiempos de aprendizaje, qué debía agradecer y a quién, a lo que mis engendradores me contestaban que simplemente agradecer a la triple luz solar que iluminaba mis primeras andanzas por esta dimensión y al titilar de las estrellas que custodiaban mi sueño, y agradecer a la energía responsable de esa luz, del paisaje y de nosotros. Eso que pregunté una vez me fue contestado desde el pensamiento, cuando mis mayores me invitaron a cerrar mi mirada y a dejar que las presencias energéticas de ellos penetraran mi ser, mi pensamiento en formación. La felicidad total entonces me llegaba de sólo sentirlos dentro de mí. Otras veces, la felicidad era la misma cuando mis engendradores se corporizaban y hacían presentes y entonces nos íbamos a recorrer ese paisaje de formas minerales y acuosas que iban cambiando de tonalidad conforme los soles delante de Prometeo –con sus anillos hegemónicos- alternaban su fulgor, su intensidad, esa luminosidad que llegaba a todo por igual y nos llegaba y hacía todavía más felices de sabernos allí, formando parte del conjunto.

En esos paseos fui aprendiendo el nombre de todos los elementos que conformaban el lugar donde me tocó abrirme al pensamiento y a la luz, donde me tocó nacer, perteneciendo a lo que mis engendradores llamaban una raza privilegiada y agradecida, y ese privilegio y ese agradecimiento eran conceptos que me habían inculcado y se iban afirmando en mí, conforme aquellos ciclos solares y lunares, de despertar y dormir, dormir y despertar, se iban sucediendo. Así entonces no sólo aprendí los nombres sino que aprendí a comunicarme con ellos: los seres alados que habitaban los bosques y las aguas, las plantas y flores que nacían en las riberas de los ríos de cauce tornasolado o en las laderas de esas nuestras montañas que por su belleza parecían haber sido cinceladas por la energía que todo lo contenía; y mis engendradores me decían que efectivamente había sido así; que esa energía había realizado una maravillosa obra con ese Todo diversificado en seres y objetos, que se encontraban en muchísimas otras razas y civilizaciones, repartidas en los demás cuerpos esféricos que conformaban esa gran obra del Todo energético que en otros rincones de la galaxia recibía diferentes nombres.

En esos paseos, preguntaba entonces yo si los habitantes de los demás cuerpos esféricos eran iguales a nosotros, a lo que a veces mi engendrador, a veces mi engendradora –deteniéndose junto a determinada planta o dejando meter una de las extremidades bajo el agua que corría inquieta formando un arroyo de cauce que iba cambiando de color conforme los tres soles alternaban sus resplandores, fulgores y luminosidades- me contestaban que todos eran diferentes, si bien algunos podían tener similitudes con otros, así como otros no se veían a simple vista sino que se sentían o dejaban sentir y esto había dado lugar a que en la antigüedad de nuestra raza se creyera erróneamente que varios cuerpos esféricos no estaban habitados por ninguna forma de vida.

“Lo que sí es seguro”, me transmitían –a veces con palabras, otras sólo con el pensamiento-, “es que nosotros somos la primera raza y que en otro tiempo fuimos llamados a viajar por otros rincones de lo que en términos generales los mayores llamamos el Universo, el Cosmos, conformado por estrellas, planetas, galaxias, nebulosas, para impartir enseñanza, para ayudar, para fundar modos de habitar el Todo de una bella manera y en consonancia con eso Superior, ese Todo, que a su vez fue quien directamente nos enseñó, nos ayudó, y fundó para nosotros este lugar maravilloso que habitamos” finalizaba la palabra, a veces, el pensamiento, otras. Entonces yo entendía que la nuestra era una misión de eterno agradecimiento al Todo por el simple y grande acontecimiento de ser, de estar y de crear. Y así, otro día de paseo en compañía de mis mayores me dejaba una nueva enseñanza, enseñanza que me permitiría posteriormente sacar mis propias conclusiones a partir de aquellos paseos que emprendiera más adelante, ya solo o en compañía de otros quienes, como yo, tarde o temprano se tendrían que lanzar solos a la aventura de seguir creciendo.
  
Sin embargo, llegó el tiempo en que mi sueño al principio fue levemente sacudido por algunas imágenes extrañas que se interponían entre el descanso y las estrellas que me custodiaban. Ocurrió cuando me aventuré, en principio apenas en pensamiento, más allá de los paisajes habituales –conformados por minerales que alcanzaban aquellas alturas maravillosas que parecían tocar cualquiera de los anillos del gran planeta; vegetales que nacían por todos los rincones adquiriendo los contornos más variados y bellos, por donde se asomaban las criaturas que a veces establecían un intercambio de pensamientos conmigo- para adentrarme en una zona en la que, si bien había colores tornasolados, los ismos parecían perder levemente su intensidad, transmitiéndome –por primera vez en mi existencia- un principio de duda y luego de certeza, de que allí había algo diferente a lo habitual, “a lo permitido” -parecía que alguien me estaba señalando, venido en ondas, de suave pero decidida sonoridad, de algún lugar ubicado seguramente en el entorno de sueño o de alerta de mis engendradores-; algo de lo que mis mayores no me habían hablado.

A mi pensamiento llegaba una forma de explicación relacionada con el hecho de que al parecer se trataba no de un lugar oculto, sino de uno reservado “para los elegidos” –parecía que seguían llegando hasta mí en ondas de suave pero decidida sonoridad-, dándome a entender que yo, al menos hasta esos momentos, no integraba ese grupo. Seguramente fue el momento en el que por primera vez en mi existencia sentí esa sensación extraña que muchos, mayores que yo, llamaban “inquietud”; sin embargo, consideré que no era momento de consultar al respecto, más cuando constaté que aquel paseo que hice en pensamiento –y que no dejo de considerar que fue una aventura riesgosa por el hecho de que, sin suponerlo, franqueé los espacios conocidos, los paisajes habituales- no había despertado en los demás que me precedían sino leves advertencias.

Cuando recuperé la visión del entorno abriendo las líneas simples que se cerraban sobre mis esferas negras y brillantes cuando venía la sensación de movimiento, el descanso, el lento descender del resplandor estelar sobre la forma de mi cuerpo, algo o alguien me recordó que no me había movido de mi sitio, pero que sin embargo había efectuado aquel paseo extraño, revelador, riesgoso. Por último, echando una lenta mirada al entorno que me contenía, tuve la seguridad de que en ese paseo mental me había traído algo o a alguien hasta la siguiente oportunidad de entregarme a ese descanso. Lo hice un tiempo después, y fue cuando sentí esa otra sensación de la que nunca se hablaba, porque rara vez se manifestaba entre nosotros: el miedo; el miedo de no poder controlar esa otra parte de mí que parecía escaparle al descanso y los resplandores llegados del cosmos circundante, para en cambio llevarme y depositarme nuevamente en aquella región dominada por los resplandores atenuados que caracterizaban a los tres soles cuando estaban próximos a ocultarse tras los anillos de Prometeo. Pensé entonces en el gran planeta; en el planeta hegemónico y consideré para después del sueño preguntar por qué se llamaba Prometeo y qué significaba ese nombre. Pero seguramente uno de mis engendradores llegó hasta mí con la explicación de que mi pensamiento estaba en formación; “pero llegará el tiempo en que se volverá poderoso”, me había transmitido, y sabría de Prometeo y de muchas cosas más que en esos momentos ignoraba.

No puedo establecer cuántas veces más los tres soles se ocultaron tras el gran planeta y cuántas veces más asomaron hasta resplandecer completamente por el otro extremo de Prometeo y la magnificencia de sus anillos, pero sé que vino el tiempo en que empecé a sentir una sensación muy poco agradable, sobre todo cuando constaté que frente a mí se extendía un paisaje con el que nunca había soñado y en el que nunca había pensado.

A las formas poco conocidas de aquel otro paseo –efectuado durante otro de mis descansos- se sumaba la ausencia de toda forma, mientras que ese color parecido al de los últimos efluvios de los tres soles antes de ocultarse de manera lenta, acompasada, tras los anillos del planeta hegemónico, lo cubría todo de un cierto desencanto, como producto de la ausencia de las formas a las que yo estaba habituado. Pero me sorprendió constatar que acudieron a mí palabras como “desierto”, “llanura”, valle”, y al destacarse cada una de ellas en mi pensamiento, frente a mí aparecían extrañas criaturas que se desplazaban lentamente sobre todas sus extremidades apoyadas en la superficie inmensa, que a lo lejos parecía confundirse con la gran forma esférica de Prometeo y con aquel todavía mayor espacio que nos contenía a todos y que todo lo contenía, y donde por lo general yo destacaba el resplandor, el titilar suave y distante de todos aquellos pequeñísimos cuerpos esféricos, descendiendo hasta mi –por lo general- tranquilo descansar, dormir, soñar.

Así entonces comenzó el tiempo en que empezaron a sucederse en mi mente explosiones de luminosidad que barrían con todo lo que había en esa superficie extraña, en la que a veces aparecían formas que se enfrentaban entre sí, hasta que mi pensamiento o a veces la línea de mi boca abierta clamaba por mis engendradores, quienes ante tales circunstancias resolvían materializarse junto a mí. Posé mi mirada en la de ellos y otra palabra se materializó en ese viaje de un pensamiento a otro: “espectros”.

“Hay espectros que llegan hasta mi descanso, y ya no me dejan tranquilo”, les revelaba yo, cuando los tenía ahí, erguidos junto a mí. Entonces, con el ánimo de tranquilizarme, a veces era ella, a veces era él, a veces los dos alternando el sonido de sus palabras tranquilizadoras, que me señalaban que todo eso sólo estaba en mi pensamiento en formación. Sin embargo, llegó el tiempo en que respetuosamente empecé a replicar y quise indagar. “¿Quién o qué era Prometeo, para que llamen así al gran planeta de los anillos?” “Un ser superdotado; un titán, perteneciente a una leyenda muy antigua; una leyenda que se pierde tras los orígenes del mismo planeta hegemónico”, quiso explicarme ese a quien yo a veces llamaba padre, papá, y otras el engendrador. “Prometeo quiso iluminar las mentes de todos aquellos seres que parecían estar por debajo de él y por debajo de aquellos quienes lo habían creado a él y al resto de su raza”, quiso explicarme esa a quien yo a veces llamaba madre, mamá, y otras mi engendradora. “Iluminar las mentes equivale al conocimiento de la verdad. Sentir qué es verdad, para cada uno”, quisieron explicarme ambos, al unísono, padre y madre, mis engendradores, “permite el dominio del pensamiento y de las acciones.”

Cuando se apagó el último efluvio solar tras los anillos, pensé en algo más que le había ocurrido a Prometeo: fue castigado por quienes lo crearon y crearon a los demás, debido a que esos seres más poderosos que el titán y que quienes aparentemente se encontraban por debajo de él, consideraban que la verdad era patrimonio de pocos; que el conocimiento de la verdad por parte de toda la raza podría hacer que sobreviniera el caos.

Intenté descansar luego de ese último recuerdo, pero me fue imposible: a mi mente acudieron imágenes definitivamente inquietantes en las que fundamentalmente se destacan seres extraños, espectros de un mundo lejano, enfrentándose entre sí; luego volviéndose todos hacia mí y alzando objetos creados para destruir, hasta que en el momento en que yo sentía que todos se abalanzaban contra mí un resplandor, que parecía borrar toda otra visión, ganaba esa última imagen sobreviniendo luego no la calma sino los restos de ese mundo distante.

Fue cuando resolví preguntar a mis mayores si todas esas imágenes sólo eran producto de mi mente sugestionada o si efectivamente había algo de verdad en todo eso. Ellos, materializándose una vez más, se acercaron a mi inquietud con la delicadeza y el respeto que supieron transmitirme siempre, aunque para revelarme que ya era tiempo de que tomara conocimiento de ciertos sucesos… y de que conociera a alguien.

Me sorprendí cuando me dijeron que nos trasladaríamos no sólo mental sino físicamente… a Prometeo. Allí estaba El Elegido, El Venerable, a quien llaman El Gran Durmiente, destacaron mis engendradores al unísono. Y así fue que por primera y última vez ingresé en los interiores de uno de aquellos vehículos posados sobre la superficie, pero que luego se fue elevando por el espacio, por encima del paisaje, dirigiéndose con una tranquila marcha, flotante, hacia Prometeo. Y a pesar de que el gran planeta estaba allí, hegemónico, y casi tocando el nuestro con sus anillos de varios colores a los que los tres soles hacían más brillantes, hubo un tiempo para salir de nuestro planeta, otro tiempo para viajar por el espacio que vine a descubrir existía de manera amplia, casi inconmensurable entre Prometeo y el lugar que habitábamos, y otro para finalmente llegar al gran planeta.

“Este es un vehículo de transporte que podríamos llamar antiguo”, habló mi engendrador, mientras nos desplazábamos por entre las estrellas a una marcha suave, acompasada con el ciclo cotidiano de los tres soles cuya luminosidad –insinuándose por entre los anillos del planeta hegemónico- nos llegaba o al menos me llegaba de manera diferente desde esa perspectiva en la que sentía que mi cuerpo flotaba como el vehículo que nos transportaba. “Pero no por antiguo es menos útil que la posibilidad que tenemos, desde hace muchos ciclos solares y lunares, de transportarnos con el pensamiento”, agregó mi engendradora, inclinando a un lado su expresión de mirada y leve sonrisa de labios finos, muy finos, casi de esa línea diminuta que en nosotros forma la abertura por donde se expresa nuestro tan particular don del habla, cuando no queremos llegar a los demás sólo en pensamiento.

Cuando el vehículo que nos transportaba se posó finalmente en la otra gran superficie, no sé qué tiempo era –si para moverse o descansar-; si era la luz o su ausencia, hasta que descendimos… y por primera y única vez en mi vida, admiré desde Prometeo la belleza de nuestro planeta: mucho más pequeño; casi con la pequeñez de una de las lunas de Prometeo o de cualquiera de esos otros grandes planetas que poblaban nuestra galaxia.

Mientras nos encaminábamos hacia un determinado lugar del que todavía no me habían dado ninguna información, recordé que me habían revelado que el planeta también se llamaba Prometeo porque allí vivía El Gran Durmiente -“El Engendrador de Engendradores”, agregó el mío, leyendo mi pensamiento-, aunque sumido en un sueño eterno que a su vez era custodiado por quienes le seguían inmediatamente en la escala del conocimiento: los otros Elegidos, los otros Venerables.

Entramos en una gran construcción que no tenía otra abertura que aquella por la que pasamos nosotros a su interior. Entonces, ya dentro de la misma, sí empecé a ser informado de a quién íbamos a ir a ver. Fuimos atravesando diferentes recámaras, largos corredores mientras yo iba reflexionando acerca del hecho de que durante todo ese tiempo no nos habíamos traslado a ningún sitio sólo a través del pensamiento. También pude comprobar, a medida que avanzamos por entre los infinitos rincones de esa construcción inmensa, que los otros seres a los que veía eran iguales a nosotros; que en realidad era nuestra raza que había poblado Prometeo. “Fue en un tiempo inmemorial”, comenzó a explicarme mi engendrador, “luego de que dejáramos de hacer aquellos viajes para los que habíamos sido llamados con el fin de impartir enseñanza; para ayudar; para fundar modos de habitar el Todo de una bella manera y en consonancia con eso Superior, ese Todo, que a su vez fue quien directamente nos enseñó, nos ayudó, y fundó para nosotros ese lugar maravilloso que habitamos”, se volvió mi engendrador a la abertura por donde habíamos penetrado a aquel recinto, aunque para recordarnos que del otro lado y a determinada distancia, flotando en el espacio circundante como sostenido por las estrellas que velaban el sueño, se encontraba nuestro planeta; aguardaba a nuestro regreso. “Cuando aquellos Venerables Viajeros nuestros regresaron, algo nos indicó que los viajes por otros mundos estaban llegando a su fin y que teníamos que ocuparnos de perfeccionar más el nuestro, perfeccionándonos a nosotros mismos y entendiendo que, en definitiva, llegó un momento en que ya no podíamos ayudar a modificar, para beneficio de todos, el destino de algunos”, había agregado mi engendrador. “Porque no todos los viajes fueron exitosos”, intervino mi engendradora, “y los Venerables Viajeros regresaron a casa agobiados por el peso de tantas imágenes que no ayudaron al perfeccionamiento de determinados mundos, si bien los Venerables Viajeros ya habían desarrollado el conocimiento de manera mucho más vasta; habían perfeccionado el modo de obrar a través del pensamiento, al punto que algunas de esas imágenes que se trajeron de aquellas campañas por el Universo podían llegar a materializarse y no siempre eran ni son imágenes que llamaríamos positivas, buenas para nuestro crecimiento, personal y colectivo.” “Sin embargo”, intervino nuevamente mi engendrador, “una vez que cada uno de nosotros sabe de dónde provienen esos espectros que a veces se nos solían aparecer en mitad del descanso, interrumpiendo nuestro sueño, nuestro conocimiento se amplía, el pensamiento se consolida y entonces recordamos que todos esos espectros pertenecieron alguna vez a un mundo lejano, un mundo del que nuestros Venerables Viajeros se trajeron testimonios mentales y materiales que en Prometeo quedan circunscritos a un lugar en el que permanecen como testimonio de lo que fue, de lo que ya no es: espectros de un mundo lejano en eterna exposición recordatoria para nosotros y para quienes nos sucedan, como tú.

Así entonces entramos en otra de las recámaras, donde los tres nos acercamos a uno de aquellos Venerables Viajeros, supuse con razón –mirando al unísono a cada uno de mis engendradores, quienes inclinaron sus expresiones de comprensión hacia delante-, que parecía estar durmiendo. Acercándome más a él e inclinándome sobre su expresión serena, encontré que tenía un revestimiento del cuerpo mucho más blanco que el mío, que el nuestro; casi era incoloro o que a través de él se podía incluso llegar a lo profundo del durmiente. También me llamó la atención la gran semejanza que tenía su semblante con el de nosotros tres.

Captando mi impresión, mi engendrador apoyó una de sus extremidades en la parte anterior de mi cuerpo y sin dejar de observar al durmiente, expresó, esta vez sólo con el pensamiento: “Es porque se trata de El Gran Engendrador, del Engendrador de mi engendrador: el mismo sentimiento y el mismo pensamiento que te concibieron a ti, si bien cada uno viene a esta dimensión con características propias”.

Fue cuando mis sentidos me hicieron captar que el durmiente empezaba a transmitirme imágenes, imágenes para las que me tapé la visión porque súbitamente experimenté sensaciones relacionadas con la inquietud.

“El temor”, habló o me lo transmitió mi engendrador. “El temor que todos sentimos tarde o temprano cuando el durmiente, El Gran Durmiente, El Engendrador de todos nosotros, a determinada edad de nuestra existencia desde sus sueños nos transmite imágenes que en el pasado fueron verdaderas, que ocurrieron”, se iba volviendo lentamente a mí que en esos momentos descubría mi visión. Entonces fue cuando con respeto y esa sensación hasta esos momentos poco conocida para mí -el temor- me dirigí a mi engendrador, hablándole o transmitiéndole mis inquietudes: “Vi luces que nunca había visto acompañadas de sonidos extraños, como el rumor de muchos que marchaban para algún lado; que chocaban entre sí”. Entonces, recordando mis sueños o pesadillas pasadas, pude comprobar que se trataba de las mismas figuras semejantes a esos espectros de un mundo lejano.

Mi engendrador colocó una de sus extremidades contra un costado de mi cuerpo y dibujando una muy leve sonrisa me habló o su pensamiento habló por él para transmitirme que “Eso era el fuego cruzado, la marcha de muchos ejércitos yendo a combatir entre sí. No fueron pesadillas, sino que llegó la edad en la que conviene que empieces a entender ciertas verdades pasadas, remotas, ancestrales… La función de El Gran Durmiente es que desde su sueño empiece a transmitir a los más jóvenes como tú lo que tarde o temprano deben saber, para luego ver, por una sola vez bajo esta forma en la que fuiste engendrado. Invasión, destrucción, persecución y muerte son palabras con las que no te vas a familiarizar aunque sí conviene que sepas que en su momento existieron, y si ellas hubieran triunfado seguramente hoy no estaríamos aquí”, me reveló mi engendrador. Y continuó: “En el pasado existieron la invasión, la destrucción, la persecución y la muerte, y la pesadilla se extendió por espacio de un tiempo difícil de medir, de concebir, incluso para nosotros. Pero ocurrió en el pasado remoto, ancestral… y en otro mundo; no en este. El Gran Durmiente, en su sueño, preserva aquellas imágenes para el conocimiento de las generaciones que le sucedieron y de la que tú y antes yo formamos parte; pero no para que vivamos pensando en ellas… Lo cierto es”, agregó, apretándome suavemente con una de sus extremidades el costado de mi cuerpo, pacífica y cariñosamente, “que ahora viene la última parte de esta experiencia que solo se dará una vez en esta existencia tuya”.

Fui invitado a seguir camino, dejando atrás a El Gran Durmiente.

Me es difícil medir el tiempo que pasó durante el trayecto, cuando sentí que a mis espaldas El Gran Durmiente iba desapareciendo a medida que nos acercábamos a otra parte de ese lugar que se abría en gran arcada a los interiores de un espacio muy amplio en donde era imposible reconocer los límites, iluminado a diferentes distancias por resplandores de diversa tonalidad e intensidad. Desde fuera ya se divisaban formas contenidas dentro de unos recipientes transparentes. “Son campanas de cristal que preservan lo que hay dentro”, habló o me lo comunicó con el pensamiento mi engendrador. Inmediatamente después apoyando de nuevo una de sus extremidades en un costado de mi cuerpo, me invitó a ingresar en el recinto. Así entonces nos fuimos acercando a varias de aquellas “campanas de cristal” y con una sensación extraña en todo mi cuerpo –“Escalofrío”, habló o me lo  transmitió con el pensamiento mi engendrador- pude comprobar que esas figuras también eran cuerpos, criaturas con una forma definitivamente diferente a la mía; y me costó pensar que existieran seres con esa forma. La mayor parte portaba en sus extremidades o tenía junto a ellas esos instrumentos que causaban destrucción y que yo había visto en mis pesadillas. Fue cuando mi engendrador me empezó a señalar a qué ejército, a qué imperio correspondía cada una de aquellas figuras junto a las que nos deteníamos. Pero lo también revelador fue cuando mi engendrador se volvió a mí con la voz o el pensamiento: “A este lugar le damos un nombre; un nombre que tú mencionaste, como producto de lo transmitido por El Gran Durmiente a través de las pesadillas”. Aguardé a que me lo dijera, pero permaneció casi inmóvil, de frente a mí, aguardando a que fuera yo el encargado de emitir algún sonido, algún pensamiento. Entonces, me animé a hablar o pensar, de frente a mi engendrador, aunque con algo de otra sensación que él identificó con una palabra, igualmente desconocida para mí hasta esos momentos: “Duda”. Así fue que con la duda instalada en mí empecé a aventurar: “¿Espectros… de un mundo… lejano?”, mientras que mi engendrador había ido asintiendo a cada palabra o pensamiento mío. “Espectros de un mundo lejano”, hablé o pensé nuevamente, echando una mirada al conjunto de aquellas campanas de cristal que preservaban las formas espectrales que pertenecían a un mundo lejano; un mundo que… “¿Desapareció?”, hablé o pensé, de frente a mi engendrador. Él se mantuvo un breve tiempo sin emitir ningún tipo de opinión, pero luego me señaló la salida.

 “Verdaderamente no sabemos si desapareció o experimentó cambios profundos de algún modo. Lo cierto es que ya no existe bajo aquella forma que contuvo tanta invasión, destrucción, persecución y muerte a lo largo del Tiempo”, habló o pensó a medida que dejábamos atrás aquel recinto espectral; que pasábamos junto a El Gran Durmiente frente a quien nos detuvimos un instante, para luego seguir nuestro camino en dirección al vehículo que nos devolvería a nuestro mundo, si bien este en el que nos hallábamos en gran medida formaba parte de aquel. Frente a la pregunta de cómo se preservaron esas formas y, antes, cómo llegaron hasta nosotros, la respuesta de mi engendrador no fue más tranquilizadora: “El único que lo sabe es El Gran Durmiente, El Engendrador de Engendradores… pero esa es la única imagen que jamás nos ha transmitido, ni en sueños ni en pesadillas; lo que sí nos transmitió”, creyó conveniente agregar, “es que todos esos espectros pertenecen a un pasado remoto relacionado con un mundo que ya no representa absolutamente ninguna amenaza para nadie porque si bien no sabemos si dejó de existir en algún momento, sí se nos fue transmitiendo de sueño en sueño, de generación en generación, que también en un pasado remoto se transformó por completo y ya no fue más importante que cualquier otro cuerpo celeste, planeta, estrella de los que conforman el Universo en el que tú y yo estamos metidos”.

Así entonces nos reencontramos con mi engendradora y todos juntos  emprendimos el camino de regreso…

…Y a medida que dejábamos un mundo para reingresar en otro, mi pensamiento viajó hacia las suposiciones de adónde se encontraría ese otro lejano, contenedor de espectros quizás en el reverso de un pasado remoto, del otro lado de las pesadillas, donde los sueños van dejando de lado mundos de invasión, destrucción, persecución y muerte, para engendrar por ejemplo mundos de tres soles junto a planetas gigantes, de varios anillos; mundos habitados por seres que se comunican a través del habla o del pensamiento; seres que tienen la perfecta libertad de expresarse bajo la forman que deseen o simplemente elijen pensar y que las imágenes de su pensamiento lleguen a los demás o simplemente giren dentro de ellos mismos, como me sucede en momentos en que especulo acerca de qué ocurrió con aquel mundo lejano: si desapareció o se transformó y que en caso de esto último: ¿qué forma habrá adquirido y qué seres lo habitarán y si dichos seres tienen algún recuerdo de lo que fueron antes?...

Todo esto lo pienso una fracción más del inmenso Tiempo, para luego dejar de lado mis suposiciones, feliz de encontrarme regresando a este mundo bello, armónico y apacible, que a todos nosotros nos contiene.

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