Presenciar la ausencia


Sin suponerlo.
Como llega una estación y se traduce en el reverdecer de jardines, o la caída de hojas sobre veredas sombreadas de plátanos, subridos de tanto caño de escape y edificios nuevos estrechando calles.
Así me detuve una tarde - por las aceras de la calle Justicia - y con una mueca aceptando pasados algo más allá luminosos, recibí los cuarenta años.
No había títulos ni viaje a Srinagar buscando la Verdad. O tal vez la Verdad tenía una cara de una ciudad cambiante por capricho; una ciudad que ahora me limitaba a reconocer siempre a través del recuerdo, lo que era o pudo ser. La Verdad hablaba por boca de una oficina: el escritorio señorial y la Underwood de 1923, en donde tenía que hacer malabarismos para que el texto saliera enmarcado correctamente. La Verdad estaba pasando la puerta de un apartamento céntrico -seguramente el único consuelo que me quedaba- en donde sabía que los otros habitantes habían resuelto convertirse en los infaltables ecos rememorando la felicidad de cuando en el apartamento éramos muchos. La herencia que me correspondía por cumplir el papel de sobreviviente. Lo mismo decir -o que cierto numen sentenciara, riendo desde los retratos-: "Te tocó a ti. Simplemente quedás con el apartamento céntrico porque tus padres ya no están, tu hermana se casó y vive en Barcelona, y tu hermano hace tiempo que no te escribe desde Louisville. Quedás para morir en el apartamento céntrico".
No me gustaba jugar con la idea de morir; morir donde había nacido. Entonces trataba de pasar lo mejor posible las seis horas de hojas de copia, carbónicos y cantina. Después salía de todo eso y caminaba con la misma lentitud del sol y su viaje de apagarse tras la línea del horizonte o del río.
Sierra, Nicaragua e indefectiblemente Justicia. Me detuve frente a una vidriera que mostraba electrodomésticos, y cierto reflejo reencontró mis rasgos denunciando los imprevistos cuarenta años.
Después que un ómnibus de COOMOCA ronroneó la vuelta de Los Cerrillos a mis espaldas; después de ese humo al que me había acostumbrado-como al trabajo, la soltería, las noches sin sueño con sonrisas de una irretornable novia desde su inocencia-pensé que me quedaba la casa de Robert en Villa Muñoz. Nuestro encuentro el día 30. El haberme acostumbrado a su forma de estar solo hasta las 8 de la noche.
Golpée con mi llavero en un barrote de la verja ferruginosa y luego pasé una mano por las rositas rococó que caían por encima del muro, dando un toque de felicididad - ¿de otro tiempo?- a la calle Lima.
Robert caminó por el patiecito de baldosas grises y me saludó desde su metro ochentaiocho con ese casi callado "¿Qué hacés Julio?" Y esta vez el saludo fue todavía más apagado. Me quedé mirándolo antes de poner un zapato en el umbral.
El se inclinó y me habló a un oído: "Está durmiendo. Vino más temprano y se acostó a dormir la siesta. Me parece que llegó el momento".
No entendí lo último, pero entonces supe que ese día no habría más cartas que yo le dictara a Robert. El extremo de la mesa ovalada, el mate, dos sillas y una máquina de escribir: último testimonio de su época de estudiante, con monografía prometida para mañanas más propicias. Había sido un buen alumno, aunque tendiente a caer en esos laberintos divagatorios tan propios de los que eligieron Humanidades o Ciencias, o más concretamente Antropología Filosófica. El me aseguraba que todo aquello no era más que la gran mentira; que la única verdad de los últimos tiempos se asociaba con el día 30, mi visita, la máquina de escribir y todo lo que a mí se me iba ocurriendo, para que Robert tradujera - con rapidez metálica - en la hoja de copia que ya estaba puesta en el rodillo, cuando yo dejaba atrás las rositas rococó y la acritud de la calle.
Su cara y el tono de voz me transmitieron, una vez más, que hoy no habría cartas. Y lo lamenté (de manera censurablemente morbosa) porque me empezaba a acostumbrar a ese juego o mentira o válvula de escape a través de donde Robert se confesaba "de una vez por todas", volcando en una carta todo el odio, todo lo guardado a lo largo de diez años.
"Yo te doy el material y vos hacés el verso", me había dicho seis meses atrás.Y a partir de ahí me fui familiarizando con un ser que en invierno andaba protegido - en toda la acepción de la palabra, al decir de Robert- con un abrigo negro que prendía hasta el cuello. El otro detalle -concluyente por las cartas que se me fueran ocurriendo- era su inseparable portafolios, también negro. En otra carta mencioné sus idas y venidas de un piso a otro de los juzgados, metidos en la vetustez burocrática de los edificios anquilosados que hacían deprimente una parte de la Ciudad Vieja; irrespirable un tramo de 25 de Mayo. Después mencioné los perfume que no usaba; la melenita con la prolija raya al costado de lo que no tenía vida (que la había ido perdiendo); el único tema que apenas rozaba con Robert y en donde siempre se barajaban miles de dólares o el comentario acerca de algún abogado elevado a la categoría de dios. Muy propio de los que se aferran a su título de Procurador... que rimaba con Doctor pero estaba unos pasos atrás, en el sitio justo donde muchos se sentaban a descansar, o donde intentaban trabajar el doble para justificar con creces los tres años del "pretíbulo", como lo llamaba Robert con asco. En fin. Se hacía difícil elegir nuevas frases que hirieran a ... Robert jamás encabezaba las cartas con el nombre de pila, y la palabra esposa - o mujer- había desaparecido de su estricto vocabulario.
Sin suponerlo-como el arribo de la cuarta década también habían pasado los seis meses: Villa Muñoz con Robert tecleando muentras yo le dictaba ese odio de prestado: referencia a ojos inexpresivos y dedos aferrando un portafolios, donde era imposible descubrir un fragmento de papel en el que se leyera lo que Robert ya no soñaba: "Te quiero".
Hoy era distinto y él me pidió que no habláramos en voz alta, señalándome la puerta entornada del dormitorio. Por un momento me incomodó cierto nerviosismo y hubiera deseado estar en mi casa, olvidado del único amigo que me quedaba. Pero -siempre en susurros- Robert me avisó que teníamos veinte minutos para preparar té, charlar sobre algún libro rescatado de la juventud, prender la radio y escuchar lo que estuviera pasando el SODRE, y finalmente entrar al cuarto. Primero él y después yo.
"¿Te acordás del juego Falkenburg? Me quedan tres tazas, dos platitos y la tetera" sonrió, con trazos anémicos en lso pómulos hundidos. Le contesté que sí y él fue a la cocina a poner agua en la caldera, prender la garrafa con fuego bajo y volver para invitarme a que nos sentáramos junto a la mesa ovalada, casi pegados al radiograbador que encendió con un volumen apenas suficiente para nosotros.
"Si se despierta está todo perdido... ¿Cómo anda tu familia?" Una y otra vez le recordaba que ya no tenía familia. "Claro, me olvidaba" asintió, meneando la cabeza con un gesto de afectación. Después se paró y caminó en silencio hasta un aparador. De uno de los cajones sacó un libro. Volvió con "Lavorare stanca" y recitó en voz baja su predilecto " Hai viso di pietra scolpita". Pausado, sin ese apuro que nos otorgaban los veinte minutos para todo, Robert me señaló con un índice cerca del parlante el segundo movimiento de un cuarteto de cuerdas beethoveniano. "Es lo bueno de este país, pese a todo: podés estar alegre o como el traste, pero el SODRE sigue estando allí, sorprendiéndote con un cuarteto de cuerdas de Ludwig. Es inalterable".
Tomamos el té y él me pidió que lo convidara con uno de mis cigarrillos. Yo de vez en cuando miraba para el dormitorio, apenas presente tras la puerta entornada que entornaba presencias dormidas. A Robert jamás se le podría haber ocurrido que aquella presencia no era más que el continuo estar de la ausencia. Fumó tranquilo, respirando profundamente a medida que los veinte minutos se nos iban agotando. Y fue cuando resolví preguntarle qué pensaba hacer... ya que no habría otra carta. "El tecleo la va despertar y no quiero que se despierte" me contestó, mirándome con firmeza amarilla de tiempo que nos hablaba sin palabras anunciándonos que sigue corriendo y seguirá corriendo siempre, cuando nosotros ya no estemos. "Seguramente", agregó, "el trabajo de hoy fue más liviano y el estudio la escupió en dirección a casa antes de las ocho."
Y el asunto es que me empezaba a preocupar un detalle que recién se aparecía ante mí: Robert empezaba a hablar de la misma forma en que yo le dictaba las cartas de la odiada confesión.
Miró la hora de su reloj y me anunció que ya era tiempo de entrar al dormitorio. Antes fue hasta la cocina para volver acomodándose algo detrás de la espalda. "Mejor...pasá vos primero" me dijo. Caminé lo más silenciosamente posible y abrí del todo la puerta. No caía ningún resplandor del living sobre el cuerpo que dormía casi sin respirar. Robert me puso una mano en el hombro, cuando ya estábamos los dos parados a los pies de esa plaza y media en donde jamás había jadeado un verdadero matrimonio (expresión que también se instertó en alguna de las cartas de los tres primeros meses). Robert me dejó nuevamente solo y tardó algún par de minutos en retornar a la oscuridad del dormitorio, o la entreluz que fue naciendo a partir de los pasos que di para acercarme más... y empezar por ver aquel cabello negro que caía sobre la almohada.
La sombra de mi amigo entró a la pieza y me llamó con cuatro dedos que parecían excavar la atmósfera de encierro. "Puse todas las trancas y cerré las celosías: nadie se va enterar." Asentí inclinando mi frente, mientras de nuevo me invadían aquellas ganas de estar en mi apartamento, aunque más no fuera por la compañía de los ecos, los retratos y todo el tiempo de la noche para recordar las ráfagas tibias de otras estaciones.
Porque me bastaba con volverme a la cama y mirar el cabello negro.
Casi tuve ganas de llorar y sacudir a Robert, pero sbía que si hacía eso le quitaba la única esperanza que le quedaba; la ilusión que tal vez se repita o no, ésa que lo mueve a seguir existiendo después de diez años y que me mueve a seguirlo visitando cuando se cumplen los treinta días de obediencia, con el gotero del sueldo a fin de mes: único remedio del que no me moriré jamás por exceso de dosis.
Miré a mi amigo y le palmeé un hombro. Miré luego la cama y pensé en la realidad de la vida que se construye de momentos de felicidad sorpresiva, como sorpresivamente también se va y sorpresivamente un día nos volvemos a encontrar solos. Al menos eso era lo que charlábamos cuando él salía de la facultad; porque ciertas temas no duele hablarlos en la juventud, y es preferible soslayarlos cuando uno sólo no encuentra a sus espaldas que casi se le pasó la mitad de la vida.
Robert se llevó una mano a la espalda y sacó una cuchilla. "Vos agarrás el almohadón y la ahogas; yo la perforo con dos tajos y asunto concluido" me sugirió con voz temblorosa. No pude más que contestarle que perfecto.
Ambos caminamos hacia la cabecera, colocándonos a cada lado de la cama.
Estiré un brazo y -como enganchándolo- agarré el almohadón. No demoré nada en abalanzarme sobre aquello y apretar fuerte, con rabia que me hizo salir lágrimas, mientras Robert daba un grito-un quejido de impotencia-y saltaba sobre la cama, clavando la cuchilla una y otra vez.
Una y otra vez hasta que la frazada empezó a ser jirones; hasta que el pelo negro se fue achatando entre la almohada sin perfume y el almohadón con olor a humedad; hasta que el reloj del living se aprontó para dar las ocho campanadas y restarían pocos minutos más, antes de que volviéramos a oír-como en anteriores e irreversibles oportunidades - la puerta liberándose de las tres trancas.
Pero esta vez no había máquina de escribir para guardara, o sobres que esconder ocultando cartas que sólo Robert y yo leíamos. Todavía, una vez más, él asestó otra cuchillada a las bolsas que contenían los papeles de seis meses, bajo lo que seguía quedando de la frazada que en un extremo - y sobre la almohada- había sido ornamentada con los cabellos de seda enmarcando rasgos que no estaban; sonrisas o lamentaciones que no existían; ternuras que Robert jamás había podido encontrar.
Nos quedaban algunos minutos para dejar la cama bien tendida.
La puerta de calle volvería a estar completamente abierta.
El tapado y el portafolios se recortarían, negros, contra la noche artificial de la calle Lima.

GUILLERMO LOPETEGUI
De "EL PARQUE DE LOS ULTIMOS REGRESOS"

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