
Cuando me abrieron la puerta de su cuarto lo vi tapado hasta la cintura. tenía los ojos puestos en el techo, y por entre los dientes -la boca semiabierta- un ronquido escapaba a ratos. Me senté a los pies de la cama y, estirando las piernas, lo llamé en voz baja. Papá. Y no me contestó. Las manos le temblaban contínuamente. A lo lejos, gras la puerta entornada, se escuchaban las risas de su esposa, una prima y alguien más que parecía mellado. Pororeaban en la cocina: bueyes perdidos o por encontrar.
Lo observé detenidamente y me sentí solo; sin embargo, él irguió un poco la cabeza y me saludó desde sus manos, cruzadas sobre el pecho flaco y blanco de pelos. Bueno, no tenía por qué sentirme solo. Allí estaba él para demostrarme lo contrario.
En las paredes, en el cielo raso, la humedad formaba espectros por donde subían y bajaban en procesión, miles de hormigas oscuras. Nacían en los zócalos y desaparecían por unos agujeros allá arriba, casi imperceptibles, casi imaginados.
Mi padre se incorporó y apoyó la cabeza contra el respaldo de la cama... Sonidos metálicos, como a bronces.
Lo volví a mirar y estaba encendiendo un cigarrillo, entre toses y con ojos de desgraciado. Le hacía mal, pero no se lo impedí cuando dio la primera pitada. Aspiró y se quedó perdido en los espectros.
El ronquido se acentuó en mi oídos. Como estábamos en silencio preferí caminar hasta la ventana. Bajaba el sol y subían las sombras por las fachadas vecinas. Retorné a la cama y,con cierta dificultad, traté de adivinar la expresión de mi padre. Una pitada, aún más profunda e intensa, le descubrió el rostro perdido quien sabe en qué tiempo.
Curcunscripto a la atmósfera viciada, el cigarrillo que subía y bajaba en la oscuridad, evoqué a mi padre en la niñez de mis años: la mano fuerte, la voz enérgica, el paso seguro cuando paseábamos juntos.
...Y el cigarrillo resplandeció nuevamente, iluminando los contornos vagos de los muebles que nos rodeaban. Pensé en acariciarle la frente, pero algo retuvo mi propósito...
Allí está él, arrinconado en la penumbra, acechando la venida de mamá. No sé si habrá visto la puerta entornada de nuestro cuarto. Mientras Susanita duerma no pasará nada y lo podré seguir observando. Algo masculla entre dientes, pero no lo sé. ¡Este maldito oído...! Me voy a enfriar pero no importa; las baldosas están heladas y las sigo aguantando. Deben ser las dos de la mañana y... Bueno, ahí oigo pasos que vienen subiendo la escalera. Si tuviera el valor correría hacia él; le pediría que se fuera a acostar y no le molestara; que nunca hay que fiarse de los cuentos de una sirvienta. Justo ahora que se encuentran, Susanita empezó a llorar... y ahora los llantos se confunden. Corro en puntas hasta su camita y tanteo el chupete. Se durmió de nuevo. Cerraron la puerta del comedor: pude sufrir el portazo.
El cigarrillo cayó al suelo y rodó hasta los zapatos. Enseguida un quejido me hizo saltar de la cama.
Entraron su esposa, la prima y la mellada que resultó ser una vieja que no conozco, como tampoco conozco la mayoría de los elementos que configuran el mundo adonde un día decidió emigrar. Le sostuvieron la cabeza y la esposa le dio masajes en el pecho, cada vez más fuertes.
Yo estaba contra la pared viendo cómo él luchaba por aferrarse al envarillado del respaldo. Me pareció que me estaba buscando, con la mirada amarilla y desgraciada. No sé si por un momento pronunció mi nombre entre toses y gemidos.
Las mujeres, fastidiadas, me ignoraban desde que entraron.
- ¡ Este viejo me tiene harta ! - gritó la esposa con los pelos desgreñados sobre los ojos mientras continuaba apretando a mi padre contra la cama.
Salí corriendo a la calle. Tras de mí los gemidos se hacían más agudos.
Bajo la noche no vi a nadie: el pueblo relegado dormía su chatura rural.
Al volver la mirada por el camino recorrido, divisé la ventana de aquella casita y, a través de ella, el perfil en sombras de un rostro que se desdibujaba.
Los gemidos se fueron espaciando, hasta apagarse con la madrugada.
Seguí corriendo, decidido a abandonar el pueblo.
Guillermo Lopetegui- De "El Parque de los Ultimos Regresos"
(*) Cuento Premiado en el concurso organizado por el diario "La Mañana" en 1983.
Lo observé detenidamente y me sentí solo; sin embargo, él irguió un poco la cabeza y me saludó desde sus manos, cruzadas sobre el pecho flaco y blanco de pelos. Bueno, no tenía por qué sentirme solo. Allí estaba él para demostrarme lo contrario.
En las paredes, en el cielo raso, la humedad formaba espectros por donde subían y bajaban en procesión, miles de hormigas oscuras. Nacían en los zócalos y desaparecían por unos agujeros allá arriba, casi imperceptibles, casi imaginados.
Mi padre se incorporó y apoyó la cabeza contra el respaldo de la cama... Sonidos metálicos, como a bronces.
Lo volví a mirar y estaba encendiendo un cigarrillo, entre toses y con ojos de desgraciado. Le hacía mal, pero no se lo impedí cuando dio la primera pitada. Aspiró y se quedó perdido en los espectros.
El ronquido se acentuó en mi oídos. Como estábamos en silencio preferí caminar hasta la ventana. Bajaba el sol y subían las sombras por las fachadas vecinas. Retorné a la cama y,con cierta dificultad, traté de adivinar la expresión de mi padre. Una pitada, aún más profunda e intensa, le descubrió el rostro perdido quien sabe en qué tiempo.
Curcunscripto a la atmósfera viciada, el cigarrillo que subía y bajaba en la oscuridad, evoqué a mi padre en la niñez de mis años: la mano fuerte, la voz enérgica, el paso seguro cuando paseábamos juntos.
...Y el cigarrillo resplandeció nuevamente, iluminando los contornos vagos de los muebles que nos rodeaban. Pensé en acariciarle la frente, pero algo retuvo mi propósito...
Allí está él, arrinconado en la penumbra, acechando la venida de mamá. No sé si habrá visto la puerta entornada de nuestro cuarto. Mientras Susanita duerma no pasará nada y lo podré seguir observando. Algo masculla entre dientes, pero no lo sé. ¡Este maldito oído...! Me voy a enfriar pero no importa; las baldosas están heladas y las sigo aguantando. Deben ser las dos de la mañana y... Bueno, ahí oigo pasos que vienen subiendo la escalera. Si tuviera el valor correría hacia él; le pediría que se fuera a acostar y no le molestara; que nunca hay que fiarse de los cuentos de una sirvienta. Justo ahora que se encuentran, Susanita empezó a llorar... y ahora los llantos se confunden. Corro en puntas hasta su camita y tanteo el chupete. Se durmió de nuevo. Cerraron la puerta del comedor: pude sufrir el portazo.
El cigarrillo cayó al suelo y rodó hasta los zapatos. Enseguida un quejido me hizo saltar de la cama.
Entraron su esposa, la prima y la mellada que resultó ser una vieja que no conozco, como tampoco conozco la mayoría de los elementos que configuran el mundo adonde un día decidió emigrar. Le sostuvieron la cabeza y la esposa le dio masajes en el pecho, cada vez más fuertes.
Yo estaba contra la pared viendo cómo él luchaba por aferrarse al envarillado del respaldo. Me pareció que me estaba buscando, con la mirada amarilla y desgraciada. No sé si por un momento pronunció mi nombre entre toses y gemidos.
Las mujeres, fastidiadas, me ignoraban desde que entraron.
- ¡ Este viejo me tiene harta ! - gritó la esposa con los pelos desgreñados sobre los ojos mientras continuaba apretando a mi padre contra la cama.
Salí corriendo a la calle. Tras de mí los gemidos se hacían más agudos.
Bajo la noche no vi a nadie: el pueblo relegado dormía su chatura rural.
Al volver la mirada por el camino recorrido, divisé la ventana de aquella casita y, a través de ella, el perfil en sombras de un rostro que se desdibujaba.
Los gemidos se fueron espaciando, hasta apagarse con la madrugada.
Seguí corriendo, decidido a abandonar el pueblo.
Guillermo Lopetegui- De "El Parque de los Ultimos Regresos"
(*) Cuento Premiado en el concurso organizado por el diario "La Mañana" en 1983.
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