
A Enrique Estrázulas
y Alejandro Zorrilla (h)
y Alejandro Zorrilla (h)
Conocí la historia una tarde, cuando Joaquín se presentó en el boliche. Que yo me encontrara allí ya no empezaba a ser casualidad. No sé si incluirme entre los demás concurrentes, pero el asunto fue que allí permanecí yo: acodado en el mostrador y dispuesto a escuchar la historia contada por Joaquín.
Se conocieron una noche –ella pretextó que ya se habían visto antes, hacía tiempo-, cuando él cenaba solo en un restaurante de última categoría. Salieron de copas dos noches seguidas- mientras, ella seguía ¿inventando? Recuerdos pasados- y a la tercera él se encontró en el apartamento de la muchacha o más precisamente en su dormitorio.
“Yo empezaba a sentir algo más por ella”, nos dijo, “pero la muy yegua sólo quería o se contentaba con la cama”.
Vivía cerca del boliche y pensé en la proximidad de esa mujer. Porque Joaquín no dejó de referirse a la soledad que la rodeaba.
“Pero me siento desilusionado, hermano”, nos confesó tangueramente.
Otra tarde la vi dirigirse a la parada del ómnibus. Algún dedo anónimo –apuntando desde el boliche- la señaló como rescatándola de la habitual monotonía de entre semana. La seguí con la mirada y después me fui a cumplir con lo que ya empezaba a ser tradición: tomarme tres “Old Times” durante el mediodía; porque cuando se trataba de whisky –antes del almuerzo- siempre era mediodía y todavía restaba un tiempo para imaginar comidas suculentas, sabiendo lo precario del guiso de ayer que nos estaba esperando. Es cierto que elegí esto y también es cierto que temo cualquier forma posible de una “futura trascendencia”.
La historia de Joaquín se acababa un día sin fecha, en el momento que resolvió abandonarla o que ella lo abandonara.
Y en el boliche seguíamos estando nosotros, hartos de política y soluciones venideras para todos. Sólo Vidal no descuidaba sus pinturas, sin importarle otro entorno que aquel que sostenía el motivo de sus cuadros. Me acerqué a él – siempre sentado junto a una mesa desde donde nos llegaban los mecidos del parque cercano y le pedí permiso para hacerle compañía.
-No hay problema-contestó, absorto en el trazado.
-Tú también conocés las historia de Joaquín- le dije, haciendo una seña para que el mozo nos trajera dos nuevos whiskies.
-Y dejó de ser íntima cuando Joaquín la sacó a relucir –agregó Vidal, apartando los ojos del dibujo y enfrentándolos a los míos-. Mejor hubiera sido que la muchacha ésa siguiera en el anonimato y Joaquín se mostrara menos sentimental.
-Bueno –refexioné-, nadie pudo aportar nada de nuevo a lo dicho por él.
-No nos interesaba el asunto. – Vidal miró a los costados y se tranquilizó de saber que nadie nos escuchaba- ¿O a ti sí?
Continuó su trabajo creativo y yo seguí su mano presurosa, intentando encontrar alguna respuesta en el movimiento firme y apenas audible; en sus propósitos de acabar con aquel cuadro. Cierto: al menos Vidal no parecía estar interesado en la historia.
-No creo que tú y yo podamos llegar a mucho en esto- hablé, desilusionado.
-Claro. ¿Qué ganaríamos? – preguntó él, apartando la mano que sostenía el lápiz, de la cartulina amarilla.
Me volví a levantar y asomé medio cuerpo por la ventana buscando la parada, el ómnibus que se la llevara quién sabe adónde, ella misma caminando por la repechante calle adoquinada en dirección a su trabajo, su estudio o la propia interrogante de su figura pequeña y delgada.
Como solía suceder con cualquiera de los parroquianos, Joaquín dejó de asistir al boliche por algún tiempo que dura hasta hoy. Sabía que no había vuelto a ver a la muchacha y esto, en parte, me tranquilizaba por ambos. Alguien averiguó que ella estudiaba Antropología. “Eso ya es algo”, pensé.
Lo otro me había empezado a quitar horas de sueño: ¿por qué ella se fijó en un tipo como Joaquín? Lo especial, lo singular, no eran su sello.
Nuevamente fue Vidal el Cristo que me escuchó. Le palmeé el hombro y él no dejó de darle los toques finales a una acuarela: la calle, nuestra calle que se perdía en las rocas de la costa, con su recuerdo de pescadores y casas que ya no estaban. Vidal se empeñaba en retocar una de las fachadas de los dos edificios que intentaban, desde hacía unos meses, hacer crecer la cuadra.
-Hace tres horas que estoy aquí-hablé.
-Y yo me quedaré tres horas más.
-La muchacha se sentiría sola… - largué, con un claro e inocultable interés-. Entonces la equivocada era ella.
-Podría ser- musitó Vidal, echándose contra el respaldo esterillado.
De nuevo el medio cuerpo saliendo por la ventana. La vi dirigirse a la parada con paso lento y tres carpetas contra su pecho. Pensé en lo poco y nada que la podría haber unido a Joaquín; en lo poco y nada que suele unir a un ser con otro, cuando se intenta levantar sobre un hilo el edificio ilusionado de imposibles futuras convivencias; pensé en lo beneficioso de que Joaquín no hubiera regresado al boliche.
Así, las horas y los días fueron pasando hasta que llegó la mañana aquella: la muchacha entró al boliche apenas con un “Buenos Días” a todos los que estábamos presentes.
-Nevada con filtro- pidió, cerca de un mostrador colocado unos centímetros por debajo de su cuello y la cadena de plata que lo adornaba. Se demoró buscando cambio y chistó fastidiada. Dejé mi vaso a un costado y caminé dos pasos hasta ella, con un lado de mi cuerpo pegado al mármol de la barra.
-El eterno problema del cambio- hablé con confianza-. ¿Cuánto te falta?
Ella me miró desconcertada y yo esperé cualquier tipo de respuesta. Pensó unos segundos y luego muequeó.
-Diez pesos… que no encuentro – contestó; tomándose de la frente tapada por el cerquillo.
-Uno siempre los tiene y no sabe donde.- Busqué en el bolsillo de mi campera y saqué una moneda que puse encima de aquel mármol con las curvas del trapo húmedo que acababan de pasar-. Ya está solucionado.- Ella miró la moneda e intentó decir algo que me encargué de que no dijera.- No hay problema. Mañana me tocará a mí y entonces puede ser que te busque o esperaré hasta verte caminando en dirección a la parada.
-Claro- dedujo ella, mirando a una de las ventanas-, desde aquí observan todo.
-Cierto. Siempre te veo caminar, venir desde “algún lugar”, con dos o tres carpetas que algún infidente aseguró que se tratan de Antropología.
-Joaquín- dijo, seria y secamente.
-Joaquín no – repliqué-. Pero Joaquín vino, tomó algo y lo notamos preocupado. A veces –agregué, cómodo de la situación que ambos vivíamos – uno no encuentra respuestas a los enigmas insoportables que lo rodean.
- O se hace muchos problemas cuando en realidad no hay ninguno- intervino, segura de sí misma.
Me gustaba prolongar aquella conversación, pero recordé imágenes anteriores en las que aparecía ella dirigiéndose quién sabe adónde. No tenía ganas de alterar lo que ya era cotididano, aceptado y ajeno a mí.
-Al menos tu nombre – hablé, antes de que nos despidiéramos.
-Me dicen Niana.
-¿Diana?
-Niana, con “ene”. Ya no recuerdo- intentó finalizar despreocupadamente – cómo hicieron involucionar Angélica hasta llegar a Niana.
-En todo caso es más corto y estoy seguro que no lo voy a olvidar.
-¿Y por qué lo tendrías que olvidar?- atacó ella imprevisiblemente. Creí comprender algo a Joaquín, pero recordé que antes estaba yo.
-Porque otra vez te lo podré decir: “Aquí tenés diez pesos, Niana”; o “Prestame diez pesos, Niana”
Luego de un breve “Chau”, la muchacha entró al sol de mediodía y yo seguí con mi vaso de whisky.
Ese día no volví a casa, sino que me quedé deambulando por la parte de la rambla que me recordaba, vagamente, el antiguo pueblo de pescadores; un recuerdo que hoy no podía más que llegar a las dimensiones pequeñas del boliche, los banderines noruegos, la mandíbula de tiburón, el ancla, el timón y una foto amarillenta de un bolichero de cabello más negro y silueta menos gruesa. Me acercaron aquella foto y la observé detenidamente.
-Yo no era pescador –rememoró el bolichero, cruzando los brazos encima del mostrador-, pero había algo que nos unía a todos por igual. Ellos se iban hasta altamar y volvían por la noche o de madrugada. No quedaron ni los botes; no quedó ni aquella posibilidad de zarpar hacia una pesca eterna. Yo recién empezaba en el boliche y esto era otra cosa. Al menos, si parte de la clientela fuera de pescadores… Pero no me quejo: vos, Vidal, Joaquín cuando venía, me recuerdan en cierta medida a los otros. Y a veces me hago la idea de que efectivamente existió un zarpaje de botes que ya no regresarán.
El bolichero puso otra medida en mi vaso. Me fui a sentar, esperando su regreso a la hora que fuera. Joaquín seguía sin aparecer y Vidal avisó que estaba “jodido de salud”. Así que me acomodé, pero contra el alféizar de la ventana. Aguardé las horas más allá del mediodía, la caída de la tarde y los ómnibus que volvían de la zona céntrica –entre ruidos de escapes y primeros cantos de grillos-, retornándola quizás hasta el rincón éste donde yo seguía tomando y a veces picaba alguna rodaja de longaniza; harto por momentos de mi propio empecinamiento; desnudo de ideas que me siguieran acercando a ella.
Bajó del ómnibus y caminó sola cerca del cordón de la vereda, siempre sobre el adoquinado. Su imagen cobraba otra dimensión y apreté fuerte mi enésimo vaso de shisky, al que me negué que le pusieran soda. Vidal se perdía esto y a Joaquín ya no le podían quedar fuerzas para que algo le pudiera hacer retornar el interés por la existencia.
La muchacha miró –la misma despreocupación del “Ya no recuerdo…”-hacia la ventana y se detuvo a mitad de la marcha. Alcé mi vaso disimuladamente y ella inclinó la cabeza con una sonrisa que la poca luz exterior me obligó a imaginar. Siguió caminando y se volvió a detener. Tal vez yo le quería comentar lo de Joaquín; tal vez ella recordaba que me debía diez pesos que yo no le iba a aceptar.
El bolichero anotó en la cuenta de la amistad y me despidió, desde el otro lado de un mostrador apoyado en el telón de fondo de la foto, el ancla, el timón, los banderines noruegos y la mandíbula abierta para un ataque que se venía demorando. Ambos oímos un ruido seco y en el sitio donde estaba la mandíbula, sólo vimos el clavo grueso que la había sostenido durante años. El bolichero recogió el recuerdo de tiburón, las fauces que acababan de cerrarse, trancándose a toda posibilidad de un ataque que ya no asestaría. Recordé que el bolichero era nieto de franceses.
-No sé si la Legión Extranjera sigue existiendo- le dije, cuando él se agachó para recoger la mandíbula y yo le hablaba a las botellas y mi propia imagen reflejada en el espejo picado del aparador.
-Sigue existiendo, sí-escuché desde los fondos del boliche-.Creo que el Cuartel General está en Córcega.
Volví a mirar a través de la ventana. El reflejo débil de una bombita de calle caía de lleno sobre la silueta pequeña; los brazos cruzados apretando carpetas contra un pecho en el que yo no había querido pensar.
Dejé el boliche a mis espaldas y caminé de frente, sin argumentos, hasta donde la silueta empezaba a ser de nuevo Niana. Niana aclarándose y de regreso; Niana del cabello castaño y corto, por la calle adoquinada a la que me estaba llevando metido en la noche y hasta su sonrisa, distinta a la anterior: aquella que me prometió la vuelta que sellaban los diez pesos… o cierta historia de un tal Joaquín.
El viento de un otoño avanzado se dejó sentir, cuando ya estábamos cercanos a la rambla. Pensé que ella no sabía la otra historia: los pescadores que ya no volverían sino en la risa del pasado en un papel amarillo, como el whisky, las baldosas que pisaban los parroquianos o mis dedos luego de treinta años de cigarrillo, que en los últimos cinco iban acumulando sabores negros, apestosos y compañeros de reclinaciones en el alféizar de una ventana.
No hubo Joaquín ni diez pesos; no hubo cuentos de pescadores ni posibilidades de comentar una partida a la Legión Extranjera.
Hojeé sus libros y pasé mis manos a lo largo de dos telares mejicanos: regalo de otro Joaquín que había quedado lejos, como el que ya no aparecía en el boliche.
Con sus ojos verdes oleándome confesiones de una noche-amargamente silenciosa- mi hizo entender que ya no quería compañías para siempre. Destendió la cama y supuse que ya antes Joaquín había conocido el rosa estampado de las sábanas; el perfume que su pelo dejaba en la almohada; la resignación buscada, ante otra mañana que solía llenar con ella misma.
Aquellos, sus años – traducidos en la tersura de los brazos-, me atrajeron a la región donde ya no podían existir preguntas y respuestas, historias y leyendas. Sólo la madrugada de próxima distancia y acompañada en soledad; el vaso de whisky cerca de la ventana –ya sin suposiciones-y su andar despreocupado en dirección a un ómnibus que la llevaría en vueltas hasta donde se perdía una ciudad que yo iba olvidando de a poco; trayéndola de regreso a sus sábanas y a la boca de algún otro Joaquín que ella –con dos dedos en los labios del hombre –se encargaría de acallar, borrando ilusiones de una historia duradera.
El penúltimo día que pisé el boliche no hablé con casi nadie.
Apenas un nuevo cliente que se acercó a mí, saludándome con un apretón de manos. Era joven y también venía de algún lugar necesariamente abandonado. No le pregunté su nombre y sólo me bastó revisar su mirada, para comprender lo que era preferible, luego, matar con el siguiente sorbo de whisky.
Sólo me llegaron las preguntas susurradas del muchacho, cuando se arrimó a la mesa de Vidal. El acuarelista permaneció con la cabeza gacha, inmerso en la única respuesta que podía dar; la que fue trazando sin palabras.
Sólo el delinear una calle adoquinada; una silueta llevando entre los brazos pena, temor, dureza o carpetas, seguida por los trazos difusos que tal vez evocaran el comienzo de todo: los cigarrillos, la sonrisa, los diez pesos que no encontraba, no tenía o había ocultado.
Se conocieron una noche –ella pretextó que ya se habían visto antes, hacía tiempo-, cuando él cenaba solo en un restaurante de última categoría. Salieron de copas dos noches seguidas- mientras, ella seguía ¿inventando? Recuerdos pasados- y a la tercera él se encontró en el apartamento de la muchacha o más precisamente en su dormitorio.
“Yo empezaba a sentir algo más por ella”, nos dijo, “pero la muy yegua sólo quería o se contentaba con la cama”.
Vivía cerca del boliche y pensé en la proximidad de esa mujer. Porque Joaquín no dejó de referirse a la soledad que la rodeaba.
“Pero me siento desilusionado, hermano”, nos confesó tangueramente.
Otra tarde la vi dirigirse a la parada del ómnibus. Algún dedo anónimo –apuntando desde el boliche- la señaló como rescatándola de la habitual monotonía de entre semana. La seguí con la mirada y después me fui a cumplir con lo que ya empezaba a ser tradición: tomarme tres “Old Times” durante el mediodía; porque cuando se trataba de whisky –antes del almuerzo- siempre era mediodía y todavía restaba un tiempo para imaginar comidas suculentas, sabiendo lo precario del guiso de ayer que nos estaba esperando. Es cierto que elegí esto y también es cierto que temo cualquier forma posible de una “futura trascendencia”.
La historia de Joaquín se acababa un día sin fecha, en el momento que resolvió abandonarla o que ella lo abandonara.
Y en el boliche seguíamos estando nosotros, hartos de política y soluciones venideras para todos. Sólo Vidal no descuidaba sus pinturas, sin importarle otro entorno que aquel que sostenía el motivo de sus cuadros. Me acerqué a él – siempre sentado junto a una mesa desde donde nos llegaban los mecidos del parque cercano y le pedí permiso para hacerle compañía.
-No hay problema-contestó, absorto en el trazado.
-Tú también conocés las historia de Joaquín- le dije, haciendo una seña para que el mozo nos trajera dos nuevos whiskies.
-Y dejó de ser íntima cuando Joaquín la sacó a relucir –agregó Vidal, apartando los ojos del dibujo y enfrentándolos a los míos-. Mejor hubiera sido que la muchacha ésa siguiera en el anonimato y Joaquín se mostrara menos sentimental.
-Bueno –refexioné-, nadie pudo aportar nada de nuevo a lo dicho por él.
-No nos interesaba el asunto. – Vidal miró a los costados y se tranquilizó de saber que nadie nos escuchaba- ¿O a ti sí?
Continuó su trabajo creativo y yo seguí su mano presurosa, intentando encontrar alguna respuesta en el movimiento firme y apenas audible; en sus propósitos de acabar con aquel cuadro. Cierto: al menos Vidal no parecía estar interesado en la historia.
-No creo que tú y yo podamos llegar a mucho en esto- hablé, desilusionado.
-Claro. ¿Qué ganaríamos? – preguntó él, apartando la mano que sostenía el lápiz, de la cartulina amarilla.
Me volví a levantar y asomé medio cuerpo por la ventana buscando la parada, el ómnibus que se la llevara quién sabe adónde, ella misma caminando por la repechante calle adoquinada en dirección a su trabajo, su estudio o la propia interrogante de su figura pequeña y delgada.
Como solía suceder con cualquiera de los parroquianos, Joaquín dejó de asistir al boliche por algún tiempo que dura hasta hoy. Sabía que no había vuelto a ver a la muchacha y esto, en parte, me tranquilizaba por ambos. Alguien averiguó que ella estudiaba Antropología. “Eso ya es algo”, pensé.
Lo otro me había empezado a quitar horas de sueño: ¿por qué ella se fijó en un tipo como Joaquín? Lo especial, lo singular, no eran su sello.
Nuevamente fue Vidal el Cristo que me escuchó. Le palmeé el hombro y él no dejó de darle los toques finales a una acuarela: la calle, nuestra calle que se perdía en las rocas de la costa, con su recuerdo de pescadores y casas que ya no estaban. Vidal se empeñaba en retocar una de las fachadas de los dos edificios que intentaban, desde hacía unos meses, hacer crecer la cuadra.
-Hace tres horas que estoy aquí-hablé.
-Y yo me quedaré tres horas más.
-La muchacha se sentiría sola… - largué, con un claro e inocultable interés-. Entonces la equivocada era ella.
-Podría ser- musitó Vidal, echándose contra el respaldo esterillado.
De nuevo el medio cuerpo saliendo por la ventana. La vi dirigirse a la parada con paso lento y tres carpetas contra su pecho. Pensé en lo poco y nada que la podría haber unido a Joaquín; en lo poco y nada que suele unir a un ser con otro, cuando se intenta levantar sobre un hilo el edificio ilusionado de imposibles futuras convivencias; pensé en lo beneficioso de que Joaquín no hubiera regresado al boliche.
Así, las horas y los días fueron pasando hasta que llegó la mañana aquella: la muchacha entró al boliche apenas con un “Buenos Días” a todos los que estábamos presentes.
-Nevada con filtro- pidió, cerca de un mostrador colocado unos centímetros por debajo de su cuello y la cadena de plata que lo adornaba. Se demoró buscando cambio y chistó fastidiada. Dejé mi vaso a un costado y caminé dos pasos hasta ella, con un lado de mi cuerpo pegado al mármol de la barra.
-El eterno problema del cambio- hablé con confianza-. ¿Cuánto te falta?
Ella me miró desconcertada y yo esperé cualquier tipo de respuesta. Pensó unos segundos y luego muequeó.
-Diez pesos… que no encuentro – contestó; tomándose de la frente tapada por el cerquillo.
-Uno siempre los tiene y no sabe donde.- Busqué en el bolsillo de mi campera y saqué una moneda que puse encima de aquel mármol con las curvas del trapo húmedo que acababan de pasar-. Ya está solucionado.- Ella miró la moneda e intentó decir algo que me encargué de que no dijera.- No hay problema. Mañana me tocará a mí y entonces puede ser que te busque o esperaré hasta verte caminando en dirección a la parada.
-Claro- dedujo ella, mirando a una de las ventanas-, desde aquí observan todo.
-Cierto. Siempre te veo caminar, venir desde “algún lugar”, con dos o tres carpetas que algún infidente aseguró que se tratan de Antropología.
-Joaquín- dijo, seria y secamente.
-Joaquín no – repliqué-. Pero Joaquín vino, tomó algo y lo notamos preocupado. A veces –agregué, cómodo de la situación que ambos vivíamos – uno no encuentra respuestas a los enigmas insoportables que lo rodean.
- O se hace muchos problemas cuando en realidad no hay ninguno- intervino, segura de sí misma.
Me gustaba prolongar aquella conversación, pero recordé imágenes anteriores en las que aparecía ella dirigiéndose quién sabe adónde. No tenía ganas de alterar lo que ya era cotididano, aceptado y ajeno a mí.
-Al menos tu nombre – hablé, antes de que nos despidiéramos.
-Me dicen Niana.
-¿Diana?
-Niana, con “ene”. Ya no recuerdo- intentó finalizar despreocupadamente – cómo hicieron involucionar Angélica hasta llegar a Niana.
-En todo caso es más corto y estoy seguro que no lo voy a olvidar.
-¿Y por qué lo tendrías que olvidar?- atacó ella imprevisiblemente. Creí comprender algo a Joaquín, pero recordé que antes estaba yo.
-Porque otra vez te lo podré decir: “Aquí tenés diez pesos, Niana”; o “Prestame diez pesos, Niana”
Luego de un breve “Chau”, la muchacha entró al sol de mediodía y yo seguí con mi vaso de whisky.
Ese día no volví a casa, sino que me quedé deambulando por la parte de la rambla que me recordaba, vagamente, el antiguo pueblo de pescadores; un recuerdo que hoy no podía más que llegar a las dimensiones pequeñas del boliche, los banderines noruegos, la mandíbula de tiburón, el ancla, el timón y una foto amarillenta de un bolichero de cabello más negro y silueta menos gruesa. Me acercaron aquella foto y la observé detenidamente.
-Yo no era pescador –rememoró el bolichero, cruzando los brazos encima del mostrador-, pero había algo que nos unía a todos por igual. Ellos se iban hasta altamar y volvían por la noche o de madrugada. No quedaron ni los botes; no quedó ni aquella posibilidad de zarpar hacia una pesca eterna. Yo recién empezaba en el boliche y esto era otra cosa. Al menos, si parte de la clientela fuera de pescadores… Pero no me quejo: vos, Vidal, Joaquín cuando venía, me recuerdan en cierta medida a los otros. Y a veces me hago la idea de que efectivamente existió un zarpaje de botes que ya no regresarán.
El bolichero puso otra medida en mi vaso. Me fui a sentar, esperando su regreso a la hora que fuera. Joaquín seguía sin aparecer y Vidal avisó que estaba “jodido de salud”. Así que me acomodé, pero contra el alféizar de la ventana. Aguardé las horas más allá del mediodía, la caída de la tarde y los ómnibus que volvían de la zona céntrica –entre ruidos de escapes y primeros cantos de grillos-, retornándola quizás hasta el rincón éste donde yo seguía tomando y a veces picaba alguna rodaja de longaniza; harto por momentos de mi propio empecinamiento; desnudo de ideas que me siguieran acercando a ella.
Bajó del ómnibus y caminó sola cerca del cordón de la vereda, siempre sobre el adoquinado. Su imagen cobraba otra dimensión y apreté fuerte mi enésimo vaso de shisky, al que me negué que le pusieran soda. Vidal se perdía esto y a Joaquín ya no le podían quedar fuerzas para que algo le pudiera hacer retornar el interés por la existencia.
La muchacha miró –la misma despreocupación del “Ya no recuerdo…”-hacia la ventana y se detuvo a mitad de la marcha. Alcé mi vaso disimuladamente y ella inclinó la cabeza con una sonrisa que la poca luz exterior me obligó a imaginar. Siguió caminando y se volvió a detener. Tal vez yo le quería comentar lo de Joaquín; tal vez ella recordaba que me debía diez pesos que yo no le iba a aceptar.
El bolichero anotó en la cuenta de la amistad y me despidió, desde el otro lado de un mostrador apoyado en el telón de fondo de la foto, el ancla, el timón, los banderines noruegos y la mandíbula abierta para un ataque que se venía demorando. Ambos oímos un ruido seco y en el sitio donde estaba la mandíbula, sólo vimos el clavo grueso que la había sostenido durante años. El bolichero recogió el recuerdo de tiburón, las fauces que acababan de cerrarse, trancándose a toda posibilidad de un ataque que ya no asestaría. Recordé que el bolichero era nieto de franceses.
-No sé si la Legión Extranjera sigue existiendo- le dije, cuando él se agachó para recoger la mandíbula y yo le hablaba a las botellas y mi propia imagen reflejada en el espejo picado del aparador.
-Sigue existiendo, sí-escuché desde los fondos del boliche-.Creo que el Cuartel General está en Córcega.
Volví a mirar a través de la ventana. El reflejo débil de una bombita de calle caía de lleno sobre la silueta pequeña; los brazos cruzados apretando carpetas contra un pecho en el que yo no había querido pensar.
Dejé el boliche a mis espaldas y caminé de frente, sin argumentos, hasta donde la silueta empezaba a ser de nuevo Niana. Niana aclarándose y de regreso; Niana del cabello castaño y corto, por la calle adoquinada a la que me estaba llevando metido en la noche y hasta su sonrisa, distinta a la anterior: aquella que me prometió la vuelta que sellaban los diez pesos… o cierta historia de un tal Joaquín.
El viento de un otoño avanzado se dejó sentir, cuando ya estábamos cercanos a la rambla. Pensé que ella no sabía la otra historia: los pescadores que ya no volverían sino en la risa del pasado en un papel amarillo, como el whisky, las baldosas que pisaban los parroquianos o mis dedos luego de treinta años de cigarrillo, que en los últimos cinco iban acumulando sabores negros, apestosos y compañeros de reclinaciones en el alféizar de una ventana.
No hubo Joaquín ni diez pesos; no hubo cuentos de pescadores ni posibilidades de comentar una partida a la Legión Extranjera.
Hojeé sus libros y pasé mis manos a lo largo de dos telares mejicanos: regalo de otro Joaquín que había quedado lejos, como el que ya no aparecía en el boliche.
Con sus ojos verdes oleándome confesiones de una noche-amargamente silenciosa- mi hizo entender que ya no quería compañías para siempre. Destendió la cama y supuse que ya antes Joaquín había conocido el rosa estampado de las sábanas; el perfume que su pelo dejaba en la almohada; la resignación buscada, ante otra mañana que solía llenar con ella misma.
Aquellos, sus años – traducidos en la tersura de los brazos-, me atrajeron a la región donde ya no podían existir preguntas y respuestas, historias y leyendas. Sólo la madrugada de próxima distancia y acompañada en soledad; el vaso de whisky cerca de la ventana –ya sin suposiciones-y su andar despreocupado en dirección a un ómnibus que la llevaría en vueltas hasta donde se perdía una ciudad que yo iba olvidando de a poco; trayéndola de regreso a sus sábanas y a la boca de algún otro Joaquín que ella –con dos dedos en los labios del hombre –se encargaría de acallar, borrando ilusiones de una historia duradera.
El penúltimo día que pisé el boliche no hablé con casi nadie.
Apenas un nuevo cliente que se acercó a mí, saludándome con un apretón de manos. Era joven y también venía de algún lugar necesariamente abandonado. No le pregunté su nombre y sólo me bastó revisar su mirada, para comprender lo que era preferible, luego, matar con el siguiente sorbo de whisky.
Sólo me llegaron las preguntas susurradas del muchacho, cuando se arrimó a la mesa de Vidal. El acuarelista permaneció con la cabeza gacha, inmerso en la única respuesta que podía dar; la que fue trazando sin palabras.
Sólo el delinear una calle adoquinada; una silueta llevando entre los brazos pena, temor, dureza o carpetas, seguida por los trazos difusos que tal vez evocaran el comienzo de todo: los cigarrillos, la sonrisa, los diez pesos que no encontraba, no tenía o había ocultado.
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