
a Gabriela Lopetegui.
Fue una tarde para el arrepentimiento, porque ella se había soltado de mi brazo y caminaba en dirección al mar. Tal vez por querer mostrarse con el misterio que nunca tuvo, o por intentar una farsa de alejamiento que me moviera a seguirla y sonreír en medio de una noche carente de bromas y futuros. Porque la Luna seguía estando allí, como los cuarenta kilómetros de arena y oleaje agolpándose en orillas bordeadas por el último tramo de una cadena de barrancas, ahora difusa o directamente sombría.
Por supuesto que la tuve que observar y batir palmas, para luego –silencioso, con una seña en mi brazo en alto-rogarle que siguiera intentando aquellos sueños de ballet o de movimientos que ahora empalidecían el resplandor solitario de la misma Luna -¿o sería otra? – que hizo descender hasta mí una reposera, una botella de vino y la certeza de dos figuras alejándose por la costa, al Este de eternidades plateadas.
Volvió dando saltitos; intentando borrar los quince años que nos separaban con una muestra de agilidad que yo no necesitaba ver, sufrir, lamentar. Con un movimiento brusco se echó contra mi brazo y recostó su cabeza en mi hombro, cerca del cuello. No habló y respiraba agitada. Buscó una mano en la mía y se la llevó al pecho. Palpé los latidos abriéndose paso entre la llanura estrecha que armaban sus dos enormes senos. No pudo ocultar la extenuación y la disfrazó con una sonrisa que yo ya estaba cansado de encontrar, conocer, aceptar con remordimiento. Elegí apartar mi mano y entrecruzarla con la otra, ocultando mi rostro entre las piernas recogidas, con la frente apoyada en los antebrazos. Por un momento creí flotar, estar a medias borracho, como la vez de la noche aquella: Viernes de Pasión que nos vio a los tres bajando por el camino de grava serpenteante, sobre la barranca más próxima a la arena, el mar y posiblemente el infinito de momentos que ahora, sólo el oleaje o las cenizas de un antiguo fogón recordarían.
Nadie más que nosotros dos había arribado al lugar. Sobre las lomas boscosas emergían los vértices de donde caían los techos a dos aguas, en casas olvidadas o abandonadas hasta una próxima estación estival de la que ahora nos hallábamos muy lejos. Sobre las terrazas de aquellas construcciones –paulatinamente descoloridas- se había desarrollado la música del darbonka y la guitarra morisca, llenando lo que primero eran silencios expectantes; espacios que se plagaban de otros sonidos, copiando lo que antes fueron pájaros invisibles y susurro de enramadas, búsquedas de atajos o presencia de bosques al encuentro de aguas subterráneas. Y siempre nuestro caminar en dirección al paisaje nocturno, las perspectivas de fuegos encendidos por entre los eucaliptus, el misterio aceptado de la próxima mañana: yo me volvía y mi mirada franqueaba el piso embaldosado y tibio, subiendo por las patas de una de las camas, luego por la otra. Los tres nos revolvíamos –pesados de tanta alegría interior- bajo las sábanas que se iban reavivando en sus estampados con el avance de la claridad que nos llegaba de fuera. Primero era un mechón castaño y espeso que caía vertical cerca de las puntas de los Dunlop, embarrados y olvidados por una noche bajo la parrilla de madera casi centenaria. De las otras sábanas asomaba un brazo, un bostezo… y enseguida una carcajada general. Tal vez por festejar que seguíamos estando allí; tal vez por sentirnos unidos en la cercanía, en el tiempo, en las circunstancias vividas en medio de días que no planificábamos.
Seguí con la frente apoyada contra los antebrazos y pensé que ella también creía que todo se daba fuera de la planificación; que lo nuestro era espontáneo, como la vez que recogí una gruesa arma y me fui a caminar a lo largo de la mañana que nacía a los fondos del Parador Viejo, sobre la barranca coronada a veces por los perfiles de las gaviotas.
La lluvia me encontró cercano a un tronco olvidado, paralelo a la orilla. Volví a trepar por entre cardos y flores ocultas por los yuyos, en dirección a los sempiternos caminos principales. La lluvia se convirtió en granizo y corrí saltando charcos, temiendo rayos que quebraran algunos de los eucaliptus que formaban las largas y estrechas avenidas; piso de hojas donde resonaba cierta soledad. Me oculté bajo el alero de una choza abandonada y recordé que ya antes, los tres habíamos estado allí. Respiré hondo de saber que la lluvia, el casi vendaval, no las habría agarrado a ellas; que ellas seguían durmiendo; soñando portés y fuetés bajo un cielo raso inclinado que ocultaba lo bruscamente nublado del día. Fumé un cigarrillo y pensé que prefería este tiempo y la rama que permanecía fiel a mi mano, dibujando ahora el piso de tierra dos caras de muchachas que se hacía necesario imaginar.
Levanté mi frente y la observé sin tener palabras, argumentos. Con un dedo escribía nuestros nombres sobre la arena húmeda y los encerraba en un corazón del que enseguida me reí, sonreí o casi lloro. Ella no lo advirtió y me miró de frente, con el torso girando hacia mí, con la amenaza de sus dos enormes senos siempre prontos para mis labios. Encendí un cigarrillo y el humo de la primera pitada lo dispersé de cara al manto sereno, acuoso y conocedor de secretos ocultos en alguna parte. Pensé que también se podría llevar secretos míos; secretos que a nadie más podrían interesar.
-Desearía que nuestros nombres jamás se borraran; que el mar no llegara hasta aquí –dijo ella, con una voz fresca y casi apartada de su tosquedad; su cuerpo rollizo y sus casi cuarentaicinco años que, lógicamente estaban plagados de sufrimientos, injusticias, soledad y supuesto salvador que tendría que ser yo -. Porque no me interesa nada más que nosotros; porque ahora te tengo a ti y todo lo demás, hasta el mismo mundo, puede desaparecer.
No hablé y le acaricié el rostro, movido por el tedio estático que nos encontraba a los dos como bultos ovillados de un pasado picnic. Ella era eso que tenía a mi lado: único presente de una noche sin festividades; una noche que se iba haciendo larga y vacía como aquellas casas de donde la música había escapado, dejando en su lugar una extensión de mi propio silencio; fantasmas de otras fiestas moviéndose por interiores revestidos de una madera que se pudría inevitablemente; pensamientos que giraban desarticulados dentro de un cuerpo entregado a los cuarenta kilómetros de arena, las piernas recogidas, la brasa del cigarrillo que no iluminaba nada.
Señalé un resplandor al pie de la barranca. Me paré y le dije que me esperara. Ella continuaba escribiendo, reescribiendo nuestros nombres, cuando me alejé sin volverme a lo que dejaba: el cuerpo encorvado, el perfil en sombras metido sin importancia en la oscuridad plomiza de la playa.
Del resplandor pasé a divisar algunas llamas escapando de paredes cóncavas armadas en la arcilla. Después, todavía lejos pude ver al hombre o la cosa que quién sabe cuándo, había decidido residir allí: perpetuo diálogo uniendo curvas arenosas, con Alfa Centauro que casi rozaba el horizonte.
El hombre o la cosa movía las brasas con una rama a medias tiznada. Cuando me vio llegar se paró de frente y agarró otra rama, seca, que blandió en la otra mano. Me detuve y gasté algunos minutos, observándolo en silencio. Tal vez pudiera haberse repetido la otra escena, cuando en aquel Viernes de Pasión dejé la reposera y me fui en busca de las muchachas. Tal vez lo hice por sentirme menos solo; por desear seguir disputándolas en aquellos movimientos que trazaban bocetos efímeros contra el suelo de arena y lo azulado del resplandor lunar.
Franqueé algunos troncos entrecruzados y me acerqué a la cueva de donde emergía aquel color terracota. El hombre comprendió que yo no venía por represalias y soltó la rama seca. Se sentó de frente al fuego y siguió escarbando, removiendo brasas que respiraban un fuego ancestral, difícil de extinguir para siempre. Junto a ese fuego las encontré a ellas la noche que acepté verlas, descubrirlas menos siderales y arrimadas al rostro y a las manos grasientas que evocaban el miedo a lo secreto.
Volví a mirar aquellas manos y el hombre se inclinó hacia mí, dejando que la proximidad de las llamas calentara las arrugas en la frente y bajo los ojos inexpresivos.
-Mirá mis manos.
-Las mismas que acariciaron a mis amigas.
-Bailaban cerca de la orilla. Después, las dos vinieron corriendo con las ropas empapadas. Me preguntaron si se podían sentar alrededor del fogón.
-No era necesario que las recostara en sus rodillas y las acariciara.
-Podría haber hecho mucho más, pero…
-¿Se sintieron incómodas cuando me vieron llegar?
- Habrán creído que usted lo tomaría de otro modo. Pero optó por quedarse alejado de nosotros…
-“Nosotros”…
-…y no aceptó que yo las acariciara y que ellas se dejaran besar por un hombre muy viejo y barbudo.
-Algo de miedo, quizás.
-Pensó que hasta podría matarlas… o matarlos a todos.
-Tal vez.
-Usted me hace reír.
El hombre o la casa continuó jugando con aquellas brasas. De vez en cuando me miraba y agitaba los hombros, sonriendo.
-No vine solo-continué.
-¿Muchachas de nuevo? ¿Muchachas de ropas empapadas?
-No. Una mujer madura que alguna vez fue linda o al menos agradable.
-¿Y?
-La dejé sola, no muy lejos. Tarde o temprano saldrá a buscarme. Pensé que los dos podríamos estar un rato aquí.
El hombre miró al fondo de la cueva –corroborando, quizá, la existencia de ecos; recuerdos de otras noches, prolongadas ahora en una larga ausencia- y movió la cabeza de derecha a izquierda.
-Sí, aquí hay bastante lugar. Tengo algunas mantas. No van a tener frío.
-Por eso no hay problema.
El hombre me miró fijo y comprendió la ayuda que yo necesitaba y que le pedí, en la primera y única sonrisa que aventuraron mis labios, resueltos. Con una mueca intentó decirme que saliera a buscarla; que no esperara a que ella lo hiciera.
No fue necesario caminar mucho. Su cuerpo grueso y rollizo venía ganando la noche. Oí pisadas cacheteando el agua de la orilla. Corrió hasta mí y me abrazó sin decir palabra. Le señalé la cueva y enseguida miré sus senos asomando por la camisa de dos botones desprendidos.
El hombre no se paró. Apenas se estiró para alcanzarle una manta sobre la que ella depositó su trasero, enfundando en los pantalones de gabardina negra y modelo viejísimo. Sólo su pelo –la tintura entre roja y amarilla – brillaba junto al fuego. Lo demás era naciente temor.
El hombre o la cosa me miró y sonrió. Ella –sin apartar sus ojos de aquello que había dejado de jugar con las brasas y de vez en cuando miraba al fondo de la cueva- se acercó a mí, agarrándose fuerte de mi brazo. NO la miré y busqué el horizonte, cuando tras él, relampaguearon las primeras luces de una próxima lluvia.
-Queda poco lugar para el firmamento-opinó el hombre, caminando hasta la entrada ovalada-. En cualquier momento todo será como una inmensa caja llena de viento frío y agua.
El hombre se acercó a mí y sentí una de sus manos grasientas en mi antebrazo. Comprendí que estaba conmigo. El hombre o la cosa sabía –al igual que yo-que estaba dispuesto a dejar de ser realidad, sueño o pesadilla. Entonces retornarían aquellos otros silencios, los que se revolvían bajo sábanas estivales, en otras madrugadas.
Mentí que iba en busca de troncos y ella ni pude dejar de pedir el clásico deseo de que no demorara.
Trepé la barranca ignorando la proximidad de los restos de la escalera de madera. Agarré con fuerza los yuyos más gruesos y lentamente me fui acercando a lo serpenteante de uno de los caminos principales. A cada nuevo paso iba desapareciendo una estrella, luego toda una constelación, hasta que una fina llovizna cayó sobre las ondulaciones del balneario.
Corrí en dirección Este y busqué una de aquellas casas. Se sucedieron los truenos y los relámpagos, y me pareció oír más de un grito, cuando ya la lluvia y el vendaval borraban las huellas que yo había impreso en el camino, mitad grava y arena.
No sé cuánto tiempo estuve durmiendo, recostando contra una de aquellas paredes de madera. El Sol pálido se asomó tras un cúmulo de nubes que serían blancas. Salí de la casa sin volverme para atrás a cerrar la puerta. Todavía guardé la esperanza de encontrarla; saberla cambiada y odiándome; o quizá más cercana a mí que nunca.
Desde lo alto de la barranca –y entre cardos- miré lo que la lluvia había dejado en la playa. A lo lejos – lentamente iluminado por el nuevo día-el hombre se fue acercando a la orilla. Echó su cuerpo contra la popa del bote y éste se deslizó sin dificultad sobre el ondear del río. El hombre y el bote se fueron alejando, escorándose suavemente en dirección a altamar… Y así esperé la otra noche; la reposera de estampado desteñido que saqué de otra de aquellas casas vacías; la botella de un vino incoloro que la noche, la lluvia anterior, dejaron enclavada en algún lugar de los cuarenta kilómetros de arena que volvería a ser blanca y ondulante. Me instalé para esperar el próximo estío, olvidando el secreto que un mar se había guardado para siempre, cuando a alguna hora del otro día, otro día ya afirmado, el hombre volvió en el bote que se deslizaba más liviano en dirección a la cueva, al fuego que volvió a encender; en dirección a ese último saludo que ambos nos dimos a la distancia, donde nuestras sonrisas no se distinguían. Tampoco se distinguieron las preguntas y las respuestas; si fue con las manos grasientas, la rama tiznada, el fuego o las mantas.
Ambos nos empezábamos a olvidar para siempre.
Sólo restaron la reposera desteñida y un sorbo de vino incoloro; sólo la certeza de lo que podría llegar a ser cuando a lo lejos, el Este plateado, el oleaje sereno, la brisa apenas sentida en el rostro, me trajeran de nuevo las dos figuras retornando de un largo paseo; girando sobre sus pies y habiendo ignorado la silueta oscura, la cueva de arcilla, el resplandor rojizo que esta vez las figuras no llegarían a descubrir.
Por supuesto que la tuve que observar y batir palmas, para luego –silencioso, con una seña en mi brazo en alto-rogarle que siguiera intentando aquellos sueños de ballet o de movimientos que ahora empalidecían el resplandor solitario de la misma Luna -¿o sería otra? – que hizo descender hasta mí una reposera, una botella de vino y la certeza de dos figuras alejándose por la costa, al Este de eternidades plateadas.
Volvió dando saltitos; intentando borrar los quince años que nos separaban con una muestra de agilidad que yo no necesitaba ver, sufrir, lamentar. Con un movimiento brusco se echó contra mi brazo y recostó su cabeza en mi hombro, cerca del cuello. No habló y respiraba agitada. Buscó una mano en la mía y se la llevó al pecho. Palpé los latidos abriéndose paso entre la llanura estrecha que armaban sus dos enormes senos. No pudo ocultar la extenuación y la disfrazó con una sonrisa que yo ya estaba cansado de encontrar, conocer, aceptar con remordimiento. Elegí apartar mi mano y entrecruzarla con la otra, ocultando mi rostro entre las piernas recogidas, con la frente apoyada en los antebrazos. Por un momento creí flotar, estar a medias borracho, como la vez de la noche aquella: Viernes de Pasión que nos vio a los tres bajando por el camino de grava serpenteante, sobre la barranca más próxima a la arena, el mar y posiblemente el infinito de momentos que ahora, sólo el oleaje o las cenizas de un antiguo fogón recordarían.
Nadie más que nosotros dos había arribado al lugar. Sobre las lomas boscosas emergían los vértices de donde caían los techos a dos aguas, en casas olvidadas o abandonadas hasta una próxima estación estival de la que ahora nos hallábamos muy lejos. Sobre las terrazas de aquellas construcciones –paulatinamente descoloridas- se había desarrollado la música del darbonka y la guitarra morisca, llenando lo que primero eran silencios expectantes; espacios que se plagaban de otros sonidos, copiando lo que antes fueron pájaros invisibles y susurro de enramadas, búsquedas de atajos o presencia de bosques al encuentro de aguas subterráneas. Y siempre nuestro caminar en dirección al paisaje nocturno, las perspectivas de fuegos encendidos por entre los eucaliptus, el misterio aceptado de la próxima mañana: yo me volvía y mi mirada franqueaba el piso embaldosado y tibio, subiendo por las patas de una de las camas, luego por la otra. Los tres nos revolvíamos –pesados de tanta alegría interior- bajo las sábanas que se iban reavivando en sus estampados con el avance de la claridad que nos llegaba de fuera. Primero era un mechón castaño y espeso que caía vertical cerca de las puntas de los Dunlop, embarrados y olvidados por una noche bajo la parrilla de madera casi centenaria. De las otras sábanas asomaba un brazo, un bostezo… y enseguida una carcajada general. Tal vez por festejar que seguíamos estando allí; tal vez por sentirnos unidos en la cercanía, en el tiempo, en las circunstancias vividas en medio de días que no planificábamos.
Seguí con la frente apoyada contra los antebrazos y pensé que ella también creía que todo se daba fuera de la planificación; que lo nuestro era espontáneo, como la vez que recogí una gruesa arma y me fui a caminar a lo largo de la mañana que nacía a los fondos del Parador Viejo, sobre la barranca coronada a veces por los perfiles de las gaviotas.
La lluvia me encontró cercano a un tronco olvidado, paralelo a la orilla. Volví a trepar por entre cardos y flores ocultas por los yuyos, en dirección a los sempiternos caminos principales. La lluvia se convirtió en granizo y corrí saltando charcos, temiendo rayos que quebraran algunos de los eucaliptus que formaban las largas y estrechas avenidas; piso de hojas donde resonaba cierta soledad. Me oculté bajo el alero de una choza abandonada y recordé que ya antes, los tres habíamos estado allí. Respiré hondo de saber que la lluvia, el casi vendaval, no las habría agarrado a ellas; que ellas seguían durmiendo; soñando portés y fuetés bajo un cielo raso inclinado que ocultaba lo bruscamente nublado del día. Fumé un cigarrillo y pensé que prefería este tiempo y la rama que permanecía fiel a mi mano, dibujando ahora el piso de tierra dos caras de muchachas que se hacía necesario imaginar.
Levanté mi frente y la observé sin tener palabras, argumentos. Con un dedo escribía nuestros nombres sobre la arena húmeda y los encerraba en un corazón del que enseguida me reí, sonreí o casi lloro. Ella no lo advirtió y me miró de frente, con el torso girando hacia mí, con la amenaza de sus dos enormes senos siempre prontos para mis labios. Encendí un cigarrillo y el humo de la primera pitada lo dispersé de cara al manto sereno, acuoso y conocedor de secretos ocultos en alguna parte. Pensé que también se podría llevar secretos míos; secretos que a nadie más podrían interesar.
-Desearía que nuestros nombres jamás se borraran; que el mar no llegara hasta aquí –dijo ella, con una voz fresca y casi apartada de su tosquedad; su cuerpo rollizo y sus casi cuarentaicinco años que, lógicamente estaban plagados de sufrimientos, injusticias, soledad y supuesto salvador que tendría que ser yo -. Porque no me interesa nada más que nosotros; porque ahora te tengo a ti y todo lo demás, hasta el mismo mundo, puede desaparecer.
No hablé y le acaricié el rostro, movido por el tedio estático que nos encontraba a los dos como bultos ovillados de un pasado picnic. Ella era eso que tenía a mi lado: único presente de una noche sin festividades; una noche que se iba haciendo larga y vacía como aquellas casas de donde la música había escapado, dejando en su lugar una extensión de mi propio silencio; fantasmas de otras fiestas moviéndose por interiores revestidos de una madera que se pudría inevitablemente; pensamientos que giraban desarticulados dentro de un cuerpo entregado a los cuarenta kilómetros de arena, las piernas recogidas, la brasa del cigarrillo que no iluminaba nada.
Señalé un resplandor al pie de la barranca. Me paré y le dije que me esperara. Ella continuaba escribiendo, reescribiendo nuestros nombres, cuando me alejé sin volverme a lo que dejaba: el cuerpo encorvado, el perfil en sombras metido sin importancia en la oscuridad plomiza de la playa.
Del resplandor pasé a divisar algunas llamas escapando de paredes cóncavas armadas en la arcilla. Después, todavía lejos pude ver al hombre o la cosa que quién sabe cuándo, había decidido residir allí: perpetuo diálogo uniendo curvas arenosas, con Alfa Centauro que casi rozaba el horizonte.
El hombre o la cosa movía las brasas con una rama a medias tiznada. Cuando me vio llegar se paró de frente y agarró otra rama, seca, que blandió en la otra mano. Me detuve y gasté algunos minutos, observándolo en silencio. Tal vez pudiera haberse repetido la otra escena, cuando en aquel Viernes de Pasión dejé la reposera y me fui en busca de las muchachas. Tal vez lo hice por sentirme menos solo; por desear seguir disputándolas en aquellos movimientos que trazaban bocetos efímeros contra el suelo de arena y lo azulado del resplandor lunar.
Franqueé algunos troncos entrecruzados y me acerqué a la cueva de donde emergía aquel color terracota. El hombre comprendió que yo no venía por represalias y soltó la rama seca. Se sentó de frente al fuego y siguió escarbando, removiendo brasas que respiraban un fuego ancestral, difícil de extinguir para siempre. Junto a ese fuego las encontré a ellas la noche que acepté verlas, descubrirlas menos siderales y arrimadas al rostro y a las manos grasientas que evocaban el miedo a lo secreto.
Volví a mirar aquellas manos y el hombre se inclinó hacia mí, dejando que la proximidad de las llamas calentara las arrugas en la frente y bajo los ojos inexpresivos.
-Mirá mis manos.
-Las mismas que acariciaron a mis amigas.
-Bailaban cerca de la orilla. Después, las dos vinieron corriendo con las ropas empapadas. Me preguntaron si se podían sentar alrededor del fogón.
-No era necesario que las recostara en sus rodillas y las acariciara.
-Podría haber hecho mucho más, pero…
-¿Se sintieron incómodas cuando me vieron llegar?
- Habrán creído que usted lo tomaría de otro modo. Pero optó por quedarse alejado de nosotros…
-“Nosotros”…
-…y no aceptó que yo las acariciara y que ellas se dejaran besar por un hombre muy viejo y barbudo.
-Algo de miedo, quizás.
-Pensó que hasta podría matarlas… o matarlos a todos.
-Tal vez.
-Usted me hace reír.
El hombre o la casa continuó jugando con aquellas brasas. De vez en cuando me miraba y agitaba los hombros, sonriendo.
-No vine solo-continué.
-¿Muchachas de nuevo? ¿Muchachas de ropas empapadas?
-No. Una mujer madura que alguna vez fue linda o al menos agradable.
-¿Y?
-La dejé sola, no muy lejos. Tarde o temprano saldrá a buscarme. Pensé que los dos podríamos estar un rato aquí.
El hombre miró al fondo de la cueva –corroborando, quizá, la existencia de ecos; recuerdos de otras noches, prolongadas ahora en una larga ausencia- y movió la cabeza de derecha a izquierda.
-Sí, aquí hay bastante lugar. Tengo algunas mantas. No van a tener frío.
-Por eso no hay problema.
El hombre me miró fijo y comprendió la ayuda que yo necesitaba y que le pedí, en la primera y única sonrisa que aventuraron mis labios, resueltos. Con una mueca intentó decirme que saliera a buscarla; que no esperara a que ella lo hiciera.
No fue necesario caminar mucho. Su cuerpo grueso y rollizo venía ganando la noche. Oí pisadas cacheteando el agua de la orilla. Corrió hasta mí y me abrazó sin decir palabra. Le señalé la cueva y enseguida miré sus senos asomando por la camisa de dos botones desprendidos.
El hombre no se paró. Apenas se estiró para alcanzarle una manta sobre la que ella depositó su trasero, enfundando en los pantalones de gabardina negra y modelo viejísimo. Sólo su pelo –la tintura entre roja y amarilla – brillaba junto al fuego. Lo demás era naciente temor.
El hombre o la cosa me miró y sonrió. Ella –sin apartar sus ojos de aquello que había dejado de jugar con las brasas y de vez en cuando miraba al fondo de la cueva- se acercó a mí, agarrándose fuerte de mi brazo. NO la miré y busqué el horizonte, cuando tras él, relampaguearon las primeras luces de una próxima lluvia.
-Queda poco lugar para el firmamento-opinó el hombre, caminando hasta la entrada ovalada-. En cualquier momento todo será como una inmensa caja llena de viento frío y agua.
El hombre se acercó a mí y sentí una de sus manos grasientas en mi antebrazo. Comprendí que estaba conmigo. El hombre o la cosa sabía –al igual que yo-que estaba dispuesto a dejar de ser realidad, sueño o pesadilla. Entonces retornarían aquellos otros silencios, los que se revolvían bajo sábanas estivales, en otras madrugadas.
Mentí que iba en busca de troncos y ella ni pude dejar de pedir el clásico deseo de que no demorara.
Trepé la barranca ignorando la proximidad de los restos de la escalera de madera. Agarré con fuerza los yuyos más gruesos y lentamente me fui acercando a lo serpenteante de uno de los caminos principales. A cada nuevo paso iba desapareciendo una estrella, luego toda una constelación, hasta que una fina llovizna cayó sobre las ondulaciones del balneario.
Corrí en dirección Este y busqué una de aquellas casas. Se sucedieron los truenos y los relámpagos, y me pareció oír más de un grito, cuando ya la lluvia y el vendaval borraban las huellas que yo había impreso en el camino, mitad grava y arena.
No sé cuánto tiempo estuve durmiendo, recostando contra una de aquellas paredes de madera. El Sol pálido se asomó tras un cúmulo de nubes que serían blancas. Salí de la casa sin volverme para atrás a cerrar la puerta. Todavía guardé la esperanza de encontrarla; saberla cambiada y odiándome; o quizá más cercana a mí que nunca.
Desde lo alto de la barranca –y entre cardos- miré lo que la lluvia había dejado en la playa. A lo lejos – lentamente iluminado por el nuevo día-el hombre se fue acercando a la orilla. Echó su cuerpo contra la popa del bote y éste se deslizó sin dificultad sobre el ondear del río. El hombre y el bote se fueron alejando, escorándose suavemente en dirección a altamar… Y así esperé la otra noche; la reposera de estampado desteñido que saqué de otra de aquellas casas vacías; la botella de un vino incoloro que la noche, la lluvia anterior, dejaron enclavada en algún lugar de los cuarenta kilómetros de arena que volvería a ser blanca y ondulante. Me instalé para esperar el próximo estío, olvidando el secreto que un mar se había guardado para siempre, cuando a alguna hora del otro día, otro día ya afirmado, el hombre volvió en el bote que se deslizaba más liviano en dirección a la cueva, al fuego que volvió a encender; en dirección a ese último saludo que ambos nos dimos a la distancia, donde nuestras sonrisas no se distinguían. Tampoco se distinguieron las preguntas y las respuestas; si fue con las manos grasientas, la rama tiznada, el fuego o las mantas.
Ambos nos empezábamos a olvidar para siempre.
Sólo restaron la reposera desteñida y un sorbo de vino incoloro; sólo la certeza de lo que podría llegar a ser cuando a lo lejos, el Este plateado, el oleaje sereno, la brisa apenas sentida en el rostro, me trajeran de nuevo las dos figuras retornando de un largo paseo; girando sobre sus pies y habiendo ignorado la silueta oscura, la cueva de arcilla, el resplandor rojizo que esta vez las figuras no llegarían a descubrir.
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