Las armas del escritor.


Charla ofrecida por Guillermo Lopetegui.

Experiencia vital y experiencia literaria: las armas del escritor
Experiencia vital y experiencia literaria, intelectual, como las armas con las que el escritor se abre camino, desde lo efímero, a lo trascendente; desde el cotidiano existir al rescate de lo esencial de ciertas cotidianidades, para la edificación y afirmación de la obra. Sin embargo, hasta la eclosión del Sturm und Drang hacia el ultimo cuarto del siglo XVIII y los primeros años del XIX, no solo que es poco lo que se conoce de la experiencia vital del escritor sino que esta al parecer gravita muy poco a la hora de pergeñar la obra literaria. Algunos datos, mínimos, con relación a los grandes nombres de la Antigüedad clásico-literaria, como por ejemplo Homero y Sófocles, dan cuenta de que en el caso del primero subsiste la llamada “cuestión homérica” de si efectivamente dos monumentos inaugurales de la literatura occidental y universal como La Iliada y La Odisea, son el producto de la mente creadora de un solo hombre, ciego, o en cambio se trata de un grupo de aedas rapsodas que firmarían sus creaciones colectivas bajo un nombre ficticio, erigiéndose así en los precursores del colectivismo literario –sueño de muchos-, los talleres de literatura (al fin y al cabo ya en el siglo IV a.C. la Academia de Platón –surgida en los jardines de la casa de su protector Academos- es el entorno para que de él surjan hombres dedicados al desarrollo de las artes y las ciencias a partir del vehículo de la filosofía). Pero convendremos en que tanto en el siglo VIII a.C. -cuando se supone que vivió Homero y siete ciudades se disputan su nacimiento, entre ellas Argos, Salamina y Atenas- y 2.500 años después, en el siglo XX y con relación a un escritor argentino, enterrado en Ginebra y de proyección universal, la literatura arroja ejemplos de que por lo menos dos ciegos ilustres, a través de los libros que de seguro el segundo acabó dictando, demostraron tener una visión tanto o mas profunda que la de muchos que atraviesan la vida sin llegar nunca a pasar de mirarla, ya no observarla, a pesar de tener los dos ojos en perfecto estado. (Al respecto, conviene mencionar aquí lo que expresó el médico que entró al dormitorio de Marcel Proust minutos después de que este falleciera, en una mañana del año 1922, cuando luego de observar a quien acababa de morir y de leer algunos pasajes de las galeras de uno de los tomos de En busca del tiempo perdido, que descansaba en la mesa de luz del escritor, ante la pregunta que le hizo alguien acerca de si hacía mucho que había muerto Proust, contestó, aun con el manuscrito en la mano y absoluta convicción: “Marcel Proust goza de mejor salud que usted y que yo”.)

Siguiendo con los dos ejemplos griegos a que hacíamos referencia, en el caso del segundo -Sófocles- se trata de uno de los artistas referenciales en la historia de la literatura universal, quien como dramaturgo conoce del reconocimiento y la admiración generalizada de sus contemporáneos, pasando a primer plano una vez muerto Esquilo. Típico producto de esa cultura iluminada y de ese talento genial que campeó en los por los menos doscientos nombres, pertenecientes a una sola generación, que pasaron a la inmortalidad y que identifican a esas personalidades que vivieron en el siglo V a.C.; en ese siglo llamado “de Pericles”, ocupando un lugar predominante a lo largo del también llamado período ático o Edad de Oro de la historia de Grecia -y cuando Atenas lideraba la Confederación de Delos-, de Sófocles poseemos algunos datos más que los que contamos en el caso de Homero. Hijo de Sófilo, fabricante de armas, el futuro autor de ciento treinta tragedias de las que nos llegaron apenas siete (pero que ya de por sí conforman los pilares sobre los que se apoyará el futuro edificio, en perpetua ampliación, de nuestra literatura occidental y universal), nace en Colona –aldea cercana a Atenas y escenario de la que quizás sea su ultima tragedia, ya que la escribió con 90 años- y se forma junto a uno de los futuros generales vencedores en Salamina quien, propio de aquella época de integración de las artes y las ciencias en una misma persona, además de militar se desempeñaba como músico y bailarín. Esto influye en el futuro autor de Edipo rey, al punto que siendo aún adolescente será el encargado de dirigir el coro que cantará el triunfo de los griegos comandados por Temístocles sobre los persas de Jerjes, en esa famosa batalla naval alrededor de la isla de Salamina, en 480 antes de Cristo. No se conoce mucho mas del gran dramaturgo, a excepción de que siendo anciano su hijo lo acusa de insania mental –que en Grecia conformaba un delito- y Sófocles, para defenderse y probar frente al ágora que sus facultades intelectuales y creadoras están en perfecto estado pese a lo avanzado de su edad, recita completo Edipo en Colona, recibiendo de los jueces el aplauso cerrado, quienes a cambio optan por encerrar al hijo de dramaturgo, acusándolo de difamación.

Pero no se trata aquí de hacer una enumeración de autores sino en todo caso de apoyarnos en ellos a la hora de precisar aquellos momentos en donde vida y literatura, vida e intelecto se complementan, o a veces una pesa más en el otro o viceversa. Seguramente algo de esto tuvo que ocurrir cuando Thomas de Bretagne, llamado también Thomas de Inglaterra, llega desde la vecina Francia a las islas británicas con Guillermo el Conquistador y en medio de ese dialecto anglo-normando, nutrido además por las lenguas celtas y las leyendas antiguas, el escritor de origen bretón toma contacto con la leyenda de Tristán e Isolda, que tenía su antecedente en un cuento escrito en cornish -antigua lengua del País de Gales- donde se alza la mítica Cornualles y dentro de ella el castillo de Tintagel del rey Marke, tío de Tristán; tierra habitada cientos de años después, y apenas por unos meses, por ese otro escritor contestatario hijo de mineros llamado D. H. Lawrence, quien también hace referencia en sus cartas a la presencia “flotante” de Tristán, del ciclo bretón donde nace toda la saga del Rey Arturo y sus Caballeros de la Mesa Redonda a partir del recuerdo, vago, que tienen las tribus celtas y en particular los bardos como Taliesin, de un general romano de nombre Arturius, quien lejos de regresar a Roma con la retirada de las huestes romanas de las islas británicas en el siglo V de nuestra era, se queda para defenderla del avance de sajones por el norte y anglos por el oeste, llevando en principio a la victoria a esas tribus celtas, verdaderas dueñas de las islas británicas al menos por un tiempo más, dando origen así a una leyenda que empapará toda la literatura caballeresca a partir de la “medievalización” de la figura de Arturius, que pasará a ser Artús para los bretones y Arthur luego para los ingleses que leían a Sir Thomas Malory en su La muerte de Arturo y convirtiendo así a héroes celto-romanos que viven a medio camino entre los cultos antiguos y la nueva religión –el Cristianismo- en caballeros medievales de los siglos XIII y XIV quienes, como en las tragedias griegas, varían su protagonismo, sus características y afirman unas veces su lado luminoso y otras su lado oscuro a partir de la novela de que se trate y del autor que la escriba. En este sentido, la leyenda perteneciente al ciclo arturiano, bretón, que más modificaciones tuvo aunque presentando siempre la constante de tratar las peripecias de una pareja envuelta en amores “ilícitos” y que es perseguida por el marido de la mujer, es aquella de Tristán e Isolda de la que toma conocimiento Thomas de Bretagne, si bien en el origen de todo se trata de un cuento irlandés recogido en el famoso Mabinogion -recopilación de cuentos y leyendas irlandesas-, donde dicho cuento se titula: La persecución de Darmuid y Grainne. Lleno de poesía y aventura, este texto, además, es el resultado de la recopilación de una serie de leyendas no escritas, apoyadas en la tradición oral, que afirmaban que Irlanda era un país donde tarde o temprano sus mujeres acababan engañando a sus maridos; pero también -como lo afirma el bardo Taliesin-, que esas mismas mujeres fueron las que con sus bellas voces –como también la tendrá Isolda- y acompañadas del arpa –instrumento que conforma el escudo de Irlanda- cantaron las glorias de una tierra cuya historia está poblada de zonas que comunican de manera muy sutil lo cotidiano con lo sobrenatural, dando origen a los cuentos llamados de brujas o de hadas, a los castillos encantados, pero también a las presencias de los famosos “elementales” de los bosques, donde se encuentran los silfos, las reinas de la noche, las reinas de las hadas y aquellos simples mortales quienes por una curiosidad cuasi cortazariana aunque ubicada a fines del siglo XVI, de la mano de un poeta nacido en Stratford-upon-Avon en 1564 aunque surgido como escritor en la Londres que vive para la gloria de Elizabeth I, permite que aquellos lleguen a ese mundo encantado, a través de puertas que durante la vigilia permanecen herméticamente cerradas y que sólo el sueño permite conducir al hallazgo de esa llave que las abra, en una muy particular noche de verano.
Pero tanto en el caso de Shakespeare, como en el de otros tantos escritores contemporáneos a él, anteriores y posteriores, las investigaciones en torno a su vida y su obra no arrojan demasiados datos que comprueben hasta dónde su experiencia vital influyó en su obra. Sí se sabe, sobradamente, que su actividad intelectual, sus lecturas, su contacto con colegas como Ben Jonson y Christopher Marlowe –seis meses mayor que él, pero ya ampliamente reconocido y estimado como dramaturgo- influyen y nutren su obra. Prueba de su vasta cultura y su gran capacidad para leer, asimilar, sintetizar y extraer lo que fuera utilizable para sus propósitos como creador, su lectura de La vida de Teseo, de Plutarco, Knight´s Tale, de Chaucer y Las Metamorfosis, de Ovidio serán los antecedentes para dar vida a las criaturas fantásticas de su Sueño de una noche de verano. Sin embargo, es muy poco el rastro que queda en esta y otras obras, de su peripecia personal, si bien sí se sabe de muchas de las circunstancias que rodearon parte de las mismas a lo largo de su vida.

Habrá que esperar a fines del siglo XVIII, con el surgimiento en Alemania del Sturm und Drang y en particular con la figura de E.T.A. Hoffmann, para que lo vital y lo intelectual del escritor se encuentren más interrelacionados. En efecto, Ernst Theodor Wilhelm (quien luego cambiará este nombre por el de Amadeus) Hoffmann, nace en Prusia en 1766. Su genio se pone de manifiesto en diferentes terrenos del arte: músico, dibujante y sobre todo escritor, pasará también gran parte de su existencia desempeñando diferentes cargos públicos. Profundo admirador de la obra de Novalis, superará en fantasía y concisión al autor de los Himnos a la Noche. Su aventura personal lo lleva a la Polonia invadida por las tropas napoleónicas, donde contrae matrimonio. Una vez regresado a Prusia y viviendo en diferentes ciudades de esta región, el alcohol y las deudas lo llevan a tener que abrirse camino dibujando caricaturas del Emperador francés; también compone óperas y ve pasar por su vida una galería de personajes que su mente genial convertirá en personajes de cuentos como Don Juan, El puchero de oro y un cuento como El cascanueces y el rey de los ratones, que décadas después, en Francia, reelaborará Alexandre Dumas bajo el título de Cascanueces y al que años después, en la Rusia zarista, Tchaicovsky le pone música, para el popular ballet con coreografía del mítico Marius Petipa.
Y es esa misma Rusia que a comienzos del siglo XIX ve a su más grande escritor, Alexei Pushkin, morir en un duelo, como en un duelo había muerto el príncipe Lensky de su Evguenii Oneguin, drama al que también será Tchaicovky quien le pondrá música para su más célebre ópera.

Así entonces, el siglo XIX verá desarrollarse la figura de ese escritor en quien vida y actividad intelectual estarán indisolublemente ligadas a partir del Romanticismo, gracias al que el público toma otro tipo del contacto con la realidad particular del artista, a partir de esa exaltación del yo que es la característica innata del movimiento surgido en la Alemania del último cuarto del siglo XVIII y que se extenderá a toda Europa y a demás rincones de Occidente.

El Romanticismo quizás sea el movimiento que más perduró entre los escritores, dando luego origen a otras propuestas estéticas como las del simbolismo y parnasianismo franceses, de donde surgirá, en nuestra América Latina, y de la mano del poeta nicaragüense Rubén Darío, el Modernismo: único movimiento literario surgido de este lado del océano. Y de este movimiento surge la inspiración en principio poética y luego narrativa de Horacio Quiroga: típico caso, para estas costas, de un escritor de proyección universal en donde vida y literatura se autoalimentan. En el caso de Quiroga cabe destacar que se da cierto paralelismo con la vida y la obra del pintor francés Paul Gauguin, ya que las peripecias de ambos –Quiroga mata accidentalmente a un amigo, se va a Buenos Aires, descubre Misiones, se va a vivir a San Ignacio; Gauguin que viaja a Perú, más tarde a Las Marquesas y por último recala en Tahití- permitieron a estos dos artistas excepcionales el descubrir su propio estilo: en el caso del pintor francés, su contacto con las islas Marquesas y luego con Tahití, lo llevan a elaborar un nuevo mundo visual que plasma en obras que rápidamente se van apartando del modelo impresionista, incursionando en colores y formas que lo convertirán en un precursor del Expresionismo de comienzos del siglo XX. En el caso del autor del célebre “A la deriva”, una parte de su creación surgirá a partir de su experiencia misionera, ambientando en ese entorno subtropical 37 de sus 370 cuentos, con lo que Quiroga, además se ser pionero en tantas cosas, lo es también del realismo mágico o lo real maravilloso latinoamericano ya que es prácticamente el primer escritor latinoamericano que se vuelve a lo profundo de la realidad geográfica del continente, para allí darles vida a personajes como los que por ejemplo pueblan un libro tan compacto y homogéneo como Los desterrados.

Sin embargo, a través de los siglos, el denominador común de toda literatura es que, precisamente, la misma existe porque alguien tiene algo que decir a través de la expresión creadora, y ese algo que decir se convertirá entonces en el testimonio del paso por el mundo y de la particular interpretación que le dio a él el escritor, a través de su particular modo de hacer literatura. Pero esta literatura, además, surge de aquello que Harold Bloom menciona en El canon occidental; ese elemento que hace de un texto una pieza literaria, una obra de arte, y que lo diferencia así de una carta circunstancial, de la lista del supermercado o de una simple esquela dejada entre la puerta y el vano, dando cuenta de que estuvimos ahí. Nos referimos a la melancolía; a aquello que surge, como resabio de lo vivido, de lo soñado, de lo imaginado y que nos permite, una vez puesto al servicio de la creación literaria, crear una serie de significantes con los que estaremos entonces rescatando para la obra lo esencial de determinada situación, determinado lugar. Parafraseando la teoría del arquetipo que desarrolló Carl G. Jung, diríamos que la literatura pone a trabajar una forma de arquetipo artístico que permite fijar, para la obra, aquello que realmente importa, que estaba oculto o intrínseco a la experiencia vivida, volcando a la creación diferentes dosis de cierta experiencia vital y de cierta experiencia intelectual, gracias a la que la obra literaria, en este caso, se convierte en el vehículo a través del que viajamos hacia una completa comprensión e interpretación de situaciones y recuerdos que, de no ser por la literatura (auxiliada por esa forma de “arquetipo creador”) no pasarían al olvido pero sí nos privarían de poder penetrar lo profundo de dicha experiencia, lo verdaderamente trascendente de esa experiencia, que solo se puede dar a partir de la significación, de los signos que les da la literatura y que entonces, una vez que tomamos conocimiento de esa significación a partir de la obra literaria, nos devuelven al mundo con un potencial interpretativo mucho mayor.
Para decirlo de manera más sencilla: la literatura parte de la vida y el intelecto de quien la construye, pero su función, en definitiva, al menos una de sus funciones más importantes y siempre vigentes desde Homero y quizás desde antes de él, es que una vez que hemos tomado contacto con por ejemplo los cuentos fantásticos de Edgar Allan Poe, En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, Doktor Faustus, de Thomas Mann, El astillero, de Juan Carlos Onetti, Los hijos del Limo –que como todo ensayo de Octavio Paz, casi bordea los límites de la creación poética-, los cuentos de Jorge Luis Borges o una novela como Rayuela, de Julio Cortázar, las mismas nos devuelven a la vida y nos llevan hacia otras obras que iremos encontrando en nuestro particular camino interior, con una comprensión mucho más amplia de la vida pero, ante todo, con un creciente conocimiento y aprehensión de todo aquello esencial que muchas veces antes de la literatura permanecía oculto y que generalmente se encuentra en nosotros mismos.

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